Un grito poderoso por Iván y Ezequiel

Silvana Melo, Claudia Rafael

 

El puesto de la Prefectura estaba completamente vacío. Los hilos de las banderas de la Garganta Poderosa se aferraban a su contorno. Gendarmes y federales custodiaban los alrededores de la Villa Zavaleta. Desviaban autos. Marcaban el control social con su presencia entre las callecitas barrosas en una cotidianidad en la que, a su alrededor, mostraba madres con cochecitos, nenes y nenas correteando, puestitos de venta de tortilla. Ezequiel e Iván, de 15 y 18, eran el símbolo sobreviviente de otros ezequieles e ivanes que no lograron contar su historia. Que fueron arrojados a la podredumbre de las aguas del riachuelo o que fueron desaparecidos para contar oficialmente que habían sido víctimas de un estúpido e imposible “accidente”, como Luciano.

Ezequiel e Iván fueron golpeados, torturados, corridos, atemorizados pero están. Como ya no está Kevin, de 9, asesinado tres años atrás en la misma Zavaleta. Son la radiografía de la violencia estatal que se hermana con la misma violencia estatal –bajo otros formatos- que arremetió con la historia entera de Gustavo, el hijo de Nora Cortiñas, madre maternadora de miles y miles de militantes sociales.

La vida de ese tramo de la villa se transformó por un rato. La lectura del comunicado con el anuncio de la Prefectura de que “los efectivos involucrados han sido dados de baja de la institución”, no calmó los ánimos. El descreimiento tiene razones antiguas en el tiempo. “A raíz de los hechos ocurridos el 24 de septiembre”, decía la jefatura de la fuerza de seguridad. Los “hechos” son las torturas. Las que se repiten a diario en las barriadas de los márgenes, en los asentamientos y villas, en las esquinas callejeras en las que sobre-viven los eternos sin nombre.

En el corazón de la villa el apoyo era heterogéneo: Horacio Verbitzky (CELS). Pablo Pimentel (APDH Matanza). Nora Cortiñas (Madres Línea Fundadora). Y el Indio Solari, en una voz que perforó las emociones.

Ignacio Levy puso el grito de la Garganta en el aire templado del jueves. Después de las torturas a Iván y Ezequiel por parte de un grupo de prefectos, y la denuncia de los pibes que terminó viralizando el horror, no hubo más reacción institucional que la farsa de una baja de la fuerza. No hubo –como en el caso de la balacera a la murga de la 1-11-14- una visita ministerial a un gendarme esguinzado. Esta vez Bullrich no pudo construir mártires a defender y prefirió el silencio.

El ministerio de Seguridad tiene en claro qué seguridad garantiza. Que no es la de los pibes anónimos y morenos de los barrios. Los que se caen del sistema todos los días, cuando la violencia institucional los patea para que terminen de caer de una vez. Esa violencia institucional que, recordó Vanesa Orieta con una lucidez de escalofrío, es siempre la misma: los pibes que no aprenden porque no comen bien, los chicos que no llegan a las salitas porque en el barrio no hay y porque en la villa no entra el colectivo, los chicos estragados porque el brazo armado del Estado les aplica su receta de exterminio, los dignos que son secuestrados y asesinados por negarse a robar para la policía. Como Luciano Arruga.

A Iván lo invitaron a C5N y relató la experiencia aterradora a orillas del Riachuelo. “Denunció cómo lo torturaron más de diez prefectos, sobre la vera del Riachuelo, en la Villa 21. Relató minuciosamente cómo lo golpearon para subirlo al patrullero, cómo lo verduguearon en la garita, cómo lo encapucharon, cómo lo esposaron a un poste, cómo lo forzaron a realizar flexiones de brazos, cómo le pegaban en la espalda, cómo le contaban las zancadillas, cómo lo apaleaban en la cabeza, cómo lo quemaron con cigarrillos, cómo hicieron el simulacro de fusilamiento, cómo lo obligaron a rezar el Padre Nuestro, cómo lo encañonaron por la espalda y cómo le prometieron que pronto terminarían “el trabajo”.

De regreso a la villa, vio “cómo dos prefectos golpeaban a un pibe, contra la pared de la Casa de la Cultura. Se acercó para mirarles la identificación y escuchó los motivos del hostigamiento: “Ahora van a cobrar todos, por habernos escrachado en los medios”. Lo vieron: ¿Qué mirás?

- Nada, pero no le hagas nada al pibe, porque yo los denuncié.

- ¿Así que fuiste vos, pedazo de hijo de puta? Empezá a correr”.

El aliento le alcanzó apenas para llegar a su casa. La voz se le quebraba ayer, cuando lo revivía ante una multitud. Iván tiene 18 años. Y enormes argumentos contra el desprecio de la Prefectura: “los podemos matar porque a ustedes nadie los va a reclamar”.

La clave no es ni la de hoy, ni la de ayer. Violencia estatal es un todo sistémico, como describió Vanesa Orieta. Una violencia estatal que no cesa. Que no tiene punto final con el comunicado prefecto que intenta apaciguar.

Tan sistémica que las pruebas vivientes eran ellas: Rosa Bru, que sigue buscando las huellas de su hijo Miguel, hundido en la nada por la bonaerense; Angélica Urquiza, que lleva donde sea la foto de su “Kiki” Lezcano, víctima policial; Dolores Sigampa, mamá de Ezequiel Demonty, torturado y empujado a las aguas del riachuelo por los federales; Gumersinda Giménez, madre de Judith Giménez, asesinada 9 años atrás por un gendarme.

La misma fuerza que ayer se ocupaba de separar el acto de la Garganta del resto de la villa. La Zavaleta hormigueaba de gendarmes y federales. Con la delicadeza institucional de no haber enviado ningún prefecto a monitorear las asistencias y el tenor de la denuncia pública. Con Iván y Ezequiel, con sus gargantas anudadas pero rebeldes, en la esquina de Cruz e Iguazú, en el barrio Espora. Muy cerca de la Pepsi y de la Coca Cola. Con el humo corriente de las salchipapas y los chipás de la calle.

 

América latina en movimiento (ALAI) - 7 de octubre de 2016

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