Un debate necesario: transgénicos en Argentina

Grupo de Filosofía de la Biología (Especial para sitio IADE-RE) | Recientemente, se publicó en Página 12 una nota escrita por la investigadora Raquel Chan acerca de la aprobación en nuestro país de dos variedades vegetales de transgénicos: una papa resistente a virus y el trigo HB4 tolerante a sequía y con resistencia a glufosinato. Desde nuestro grupo de investigación decidimos hacer un aporte sobre el tema.

En el discurso hegemónico asociado a los organismos genéticamente modificados (OGMs) diferentes tipos de promesas son señaladas. Una de las más frecuentes es la asociada a que los transgénicos son una vía exitosa para resolver el problema del hambre. Sin embargo, sabemos que en el contexto actual, el hambre no se explica precisamente por la ausencia de capacidades productivas para alimentar a la población, sino más bien por las relaciones sociales asimétricas en las que se enmarcan. Tampoco es cierto que sean los OGMs los responsables de dicha alimentación. De acuerdo a estimaciones de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura, el 70% de los alimentos a nivel mundial son producidos por la agricultura familiar (FAO, 2015).

A su vez, estas promesas no suelen venir acompañadas de una mención o explicitación de los potenciales factores de riesgo que toda “solución” acarrea. Y en esta instancia es preciso hacer una primera aclaración: no es posible disociar fácilmente a los transgénicos del modelo productivo de los agronegocios que se ha implementado en nuestro país hace más de dos décadas y que desde entonces ha tenido un crecimiento exponencial. Aun cuando se soslaye, la mayor parte de los OGMs han formado parte de un paquete tecnológico que incluye diferentes tipos de agrotóxicos (glifosato y glufosinato de amonio, entre otros), generando efectos sobre la salud humana y el ambiente que aún no han sido reconocidos e indagados como corresponde por los órganos estatales pertinentes.

No han sido pocos los elementos que se han cuestionado respecto al efecto sobre la salud y el ambiente del modelo de producción de los agronegocios y los OGMs. De hecho, dicho modelo ha generado una intensificación del uso del suelo y un avance de la frontera agrícola, con efectos ambientales desastrosos que vemos día a día, tal como las inundaciones que afectan a una parte importante de nuestro territorio. Del mismo modo, estas vías tecnológicas han incrementado los procesos de concentración tanto de la propiedad como del uso de la tierra, generado la desaparición de pequeñas explotaciones agrícolas y la intensificación del éxodo rural. Además, la estrategia de promoción de commodities, acompañada por la política de incentivación de las patentes, ataca de manera directa a la búsqueda de una soberanía alimentaria.

También se suele hacer mención a los respectivos órganos de control estatales (por ejemplo, la CONABIA -Comisión Nacional Asesora de Biotecnología Agropecuaria-) como garantía a la hora de liberar estas tecnologías. Sin embargo, estos ámbitos tienen una fuerte presencia del sector empresarial, lo cual parece haber redundado también en la lógica implementada. Así, el límite entre el Estado y las empresas se ha vuelto al menos difuso. En este contexto, cabe recordar que las investigaciones en torno a vegetales GMs muchas veces se enmarcan en el modelo de cooperación público-privado que refiere a la articulación entre organismos estatales de investigación y empresas; y que dicho modelo está orientado a maximizar las ganancias privadas, mientras que el bienestar de la población y de la naturaleza aparece en un segundo plano.

Asimismo, suele darse en estos debates una confusión tan importante como grave. La discusión que casos como el aquí mencionado ha disparado involucra a la comunidad científica y tecnológica, pero en ningún caso se agota en ella. O dicho de otro modo, no se trata de una discusión de la comunidad científica, sino que la pregunta es acerca de qué tipo de políticas públicas deben implementarse. La mera consideración de “especialistas” (es decir, quienes han generado al producto tecnológico en cuestión) habilita un doble proceso de exclusión. Por un lado, se silencian a  profesionales que desde distintos ámbitos reconocen problemas asociados. Y, a su vez, tiene como correlato la exclusión de las propias comunidades afectadas por la implementación de la tecnología. Asimismo, las voces no científicas que sí son incluidas, son aquellas que obtienen un beneficio económico directo. En el caso aquí tratado son los principales capitales agrarios los que tienen voz y voto en la decisión de estos eventos. Sin dudas, este escenario de exclusión de algunos sectores e inclusión de otros, es grave en términos de la calidad de nuestra democracia.

Como parte de la comunidad científica argentina experimentamos diariamente el brutal recorte que se está produciendo en ciencia y tecnología: la situación actual es crítica y responde a un vaciamiento deliberado. Frenar este ajuste es tan necesario como poner en discusión el sentido de la producción científica y tecnológica, y las políticas públicas asociadas. Pero lo que no aceptamos es que el criterio dominante sea dictado por el mercado, ni que se soslayen las consecuencias sociales y ambientales correspondientes. Debemos problematizar cómo estamos configurando tanto los problemas como sus supuestas soluciones. Urge generar aperturas, recuperar los disensos y abrir los debates requeridos.

 

31 de enero de 2019

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