Trelew, el relato nacional

Tomás Eloy Martínez*
Dos veces viajé a Trelew, pero muchas más he escrito, y acaso siga escribiendo, sobre los hechos que investigué y presencié allí durante la primavera de 1972. Esos hechos me cambiaron la vida. Un centenar de presos políticos tomaron el penal de Rawson e intentaron una fuga en masa. Seis de los guerrilleros más peligrosos se escaparon en avión, y pidieron asilo en Chile. Un segundo grupo de diecinueve fugitivos llegó tarde al aeropuerto y se entregó ante un juez y la prensa. El 22 de agosto todos fueron acribillados en lo que los partes oficiales describían como un intento de fuga. Trelew en la memoria. [size=xx-small][b]Artículos relacionados:[/b] . La mañana en que una pueblada despertó a Trelew / Mariela Mulhall [/size]

Dos veces viajé a Trelew, pero muchas más he escrito, y acaso siga escribiendo, sobre los hechos que investigué y presencié allí durante la primavera de 1972. Esos hechos me cambiaron la vida.

El primero de ellos es conocido, aunque hace sólo cuatro años que la Justicia comenzó a esclarecerlo. El 15 de agosto de 1972, un centenar de presos políticos tomaron el penal de Rawson e intentaron una fuga en masa. Seis de los guerrilleros más peligrosos se le escaparon al presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse en el avión de Austral que habían secuestrado, y pidieron asilo en el Chile socialista de Salvador Allende. Un segundo grupo de diecinueve fugitivos llegó tarde al aeropuerto y se entregó ante un juez y la prensa. El 22 de agosto todos fueron acribillados en lo que los partes oficiales describían como un intento de fuga. Tres de los diecinueve sobrevivieron para contar cómo habían sido atacados a sangre fría.

El segundo hecho ha caído en un olvido injusto. Es el alzamiento de toda la población de Trelew contra el poder militar que el 11 de octubre arrestó a dieciséis vecinos de la ciudad y los trasladó al penal de Villa Devoto sin explicación alguna. Los habitantes decidieron declararse en estado de comuna y rebeldía para exigir que les devolvieran sus presos. Las manifestaciones duraron tres días y no se acallaron hasta que regresó el último. "Es una historia tan importante que no tiene parangón", dice uno de los protagonistas. "Para mí fue mucho más que el Cordobazo." La pueblada no dejó tantas consecuencias históricas como la insurrección que comenzó en Córdoba a fines de mayo de 1969 e incendió el país. Pero el entusiasmo de la comparación se explica si se toma en cuenta que en Trelew se alzó casi un tercio de la población: nueve mil de los veintiséis mil habitantes de entonces. En la Patagonia, donde abundan las historias trágicas, son raras las epopeyas que dejan en el tiempo un eco de justicia.

En 1972, la mayoría de los habitantes de Trelew se había desterrado a ese confín de la yerma llanura patagónica para huir de una vida sin horizontes en las oficinas de la pampa húmeda. Llegaban en lentas ráfagas desde La Plata, Buenos Aires, Rosario, Río Cuarto, sin querer cambiar la vida de nadie y sin esperar que nadie cambiara la de ellos. El mar, en Puerto Madryn, estaba -está- a setenta kilómetros; la capital, Rawson, a veinte. "Vivimos sin familia, pero también sin pasado", dijo entonces la médica Celia Negrín. Al llegar aquí nos pusimos otro cuerpo."

La paz era tan cotidiana como las chacras del valle o los corrales de ovejas. No había memoria en Trelew de una huelga violenta, de una manifestación popular, de una vidriera rota. Pensaban que, en esa telaraña de quietud, los grandes acontecimientos los dejarían siempre a un costado, pero la historia los alcanzó cuando menos la esperaban.

A mediados de 1971, la dictadura de la Revolución Argentina envió los primeros presos políticos a la cárcel de Rawson. Tras ellos llegaron los familiares, que comían y dormían en Trelew. De tanto ir y venir comenzaron a anudar amistades con los residentes. "Descubrimos que se parecían a nosotros", dijo luego Celia. "Eran técnicos, profesionales, comerciantes con ropas normales e ideas normales." Cuando las visitas terminaban, los parientes rogaban a quienes vivían en Trelew que no dejaran solos a sus presos, que les llevaran cigarrillos, chocolates y ropa. Lo hicieron por primera vez un jueves, día de visitas. Y el siguiente. Y el jueves de más allá. Hasta que se convirtió en una costumbre, en algo que también ellos necesitaban.

La madrugada del 22 de agosto, en Buenos Aires, el redactor que cubría la guardia nocturna en la revista Panorama me llamó por teléfono para decirme que estaban llegando cables de la agencia Télam en los que se hablaba de un enfrentamiento en la base naval Almirante Zar, donde estaban presos los guerrilleros que una semana antes se habían rendido en el aeropuerto. Los cables se sucedían, contradiciéndose tanto que no se podía armar con ellos una historia verosímil. El gobierno militar exigía, sin embargo, que se publicara sólo la versión oficial. Como pude, traté de dar coherencia al relato de un tiroteo con un saldo impreciso de guerrilleros muertos y heridos, y ningún lastimado entre los custodios. Escribí: "Cuando un Estado elige el lenguaje del terror, destruye todo lo que le da fundamento -instituciones, valores, proyectos de futuro- e impregna de incertidumbre la vida de los ciudadanos". El entonces capitán de navío Emilio Eduardo Massera llamó al dueño de la empresa que editaba la revista y le exigió que me despidiera.

Algunas semanas después, ya sin trabajo, decidí viajar a Trelew para desentrañar la verdad de los hechos. Llegué a comienzos de la primavera, cuando el tiempo es soleado y el viento amaina. Fui testigo de la rebelión popular con que los habitantes respondieron al allanamiento de un centenar de casas y a la detención de dieciséis ciudadanos de todos los signos políticos, en su mayoría apoderados de los presos. Hubo una huelga general, desautorizada por el sindicalismo, afín entonces al gobierno militar. Dos manifestaciones salieron de la plaza principal hacia los barrios más pobres, donde se movilizaron otras siete mil personas. Los abastecimientos, la limpieza, la medicina y hasta las canciones fueron socializadas por aquellos buenos burgueses que sólo querían vivir en paz y a espaldas de la política.

Conté esa historia en La pasión según Trelew , un libro que apareció a fines de agosto de 1973 y que alcanzó cinco ediciones antes de que fuera prohibido y hasta quemado en la plaza de una guarnición cordobesa. Volví a contarla en el año 2007, cuando el juez federal Hugo Sastre me tomó declaración en la causa que investiga la matanza de los guerrilleros y que produjo, un cuarto de siglo más tarde, los primeros detenidos.

El capitán Luis Emilio Sosa, principal sospechoso de la autoría de los hechos junto con el prófugo -radicado en Miami- capitán Roberto Guillermo Bravo, se entregó el 12 de febrero de 2008. Durante todos los años en que la Marina lo protegió, se tejieron mil hipótesis sobre su paradero. Cuando yo vivía en Washington lo imaginaba caminando por los alrededores de la agregaduría naval argentina, que figuraba como su último domicilio. Allí, cerca de Dupont Circle, estaba mi librería favorita. Nunca lo vi. El azar quiso, sin embargo, que su detención sucediera a cien metros de mi casa, en la avenida Pueyrredón de la ciudad de Buenos Aires. Debí de pasar cerca de él infinidad de veces, pero ahora el abismo de los años me impedía reconocerlo.

Antes de que apareciera Sosa, la causa había producido otras dos órdenes de captura: la de los capitanes Hugo Paccagnini, jefe de la base Almirante Zar en 1972, y Emilio del Real. Los siguieron el cabo Carlos Amadeo Marandino, integrante del grupo que acribilló a los prisioneros; el contraalmirante Horacio Mayorga, responsable de las bases navales en la Patagonia. Las novedades que surgieron a partir de sus declaraciones y, sobre todo, de la investigación de Sastre y el fiscal federal de Rawson Fernando Gelvez se incluyen en la nueva edición de La pasión según Trelew. Allí son el nudo de un epílogo riguroso escrito por Susana Viau: "El regreso de los hechos".

Trelew ya no se parece en casi nada a lo que era hace treinta y siete años, cuando la vi por primera vez. El aeropuerto se ha mudado; el viejo, preludio de la tragedia, se ha convertido en un Espacio de la Memoria. La población se ha multiplicado por cuatro: los habitantes son casi cien mil ahora. En el centro abundan los cafés, los negocios atareados, los turistas que tratan de acercarse a las ballenas en el océano próximo. Pero, como reconstruye Susana Viau, las marcas del 22 de agosto y del levantamiento de octubre han quedado para siempre.

Al menos una vez a la semana, algunos de los antiguos apoderados se reúnen en los salones del Touring Club, al que llaman "el living de Trelew". Siempre pasa la luz de algún recuerdo para los que han desaparecido, como Angel Bel, o han muerto, como Mario Abel Amaya, quien durante la última dictadura fue sometido en la prisión de Rawson a vejaciones y torturas atroces. O los que ya no están: Luis Montalto, Beltrán Mulhall, Horacio Mallo, Silvio Grattoni, Manuel del Villar, Francisco Sánchez, Rodolfo Miele. Algunos se han mudado: Isidoro Pichilef, Manfredo Lenzian, Santiago López, Margarita García. Ellos y los que permanecen en Trelew -Cristina Pereyra, Encarnación Díaz de Mulhall, Gustavo Peralta, Celia Negrín, Hilda Fredes, Elisa Martínez, Celia Lema- han sido protagonistas y narradores de una historia que los alcanzó muy lejos, al sur del sur, y que hoy es parte del relato nacional.

*Escritor y periodista argentino. Ha escrito desde guiones de cine, ensayos, relatos periodísticos a novelas.

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