Sobre la ruptura del contrato social en Estados Unidos

Eduardo Crespo, Pablo Mira


La escena de un grupo de individuos enajenados irrumpiendo con disfraces y armados en el Capitolio de Estados Unidos concita una mezcla de fascinación e hilaridad. Si bien algunos analistas exageran al hablar de un intento de golpe o de la inminencia de una guerra civil, caben pocas dudas de que la vida cotidiana del estadounidense medio está cambiando. Desde hace un par de décadas los analistas apuntan a un aumento en los indicadores de polarización, lo que deteriora año tras año la convivencia civilizada y convence a cada vez más ciudadanos de que sus adversarios políticos son moralmente reprochables.

En su libro “Our Moral Fate” (que juega con el doble sentido del “destino moral” por un lado, y de “inevitabilidad moral” del ser humano por el otro), Allen Buchanan señala que un tercio de demócratas y republicanos hoy acuerda usar la violencia para imponer el programa de su partido. Son cada vez más quienes reconocen abiertamente que no formarían pareja con un simpatizante de otro partido, o que se niegan a enviar a sus hijos a escuelas donde se imparten valores políticos distintos al del grupo familiar. Buchanan describe una tendencia hacia un distanciamiento moral que llama “tribalismo intrasocial”, que reemplaza al “intersocial”, asociado a las amenazas externas.

Este rasgo inherente al Homo Sapiens se canaliza ahora hacia el interior de la sociedad debido a que los enemigos externos se han debilitado. Ya no existe el comunismo internacional ni la URSS, y Donald Trump no logró transversalizar apoyos construyendo el fantasma de China.

Esta interpretación, de todos modos, debe tomarse con cuidado. Michael Mann explica en su libro “Las fuentes del poder social” que las nociones bien demarcadas de territorio controlado por el Estado o de “sociedad”, no existen. La propia historia de Estados Unidos demuestra que nunca fue una democracia abierta e inclusiva para todos sus habitantes. El consenso federal que sostuvo la unidad del país durante las primeras décadas que siguieron a su independencia se fundó en sostener la esclavitud para afrodescendientes en los Estados algodoneros del sur, sumada al expansionismo hacia el oeste, alimentado por la expropiación, la expulsión y el exterminio de indígenas y mexicanos. El consenso que sostenía esa “democracia” comenzó a romperse precisamente cuando miembros del entonces Partido Republicano comenzaron a cuestionar con más firmeza la esclavitud del sur, lo que derivó en la Guerra de Secesión (1861-1865), conflagración en la que murieron más ciudadanos que en todos los demás conflictos en los que participó el históricamente beligerante Estado norteamericano.

El consenso que recreó las bases para una nueva etapa de estabilidad una vez terminada la guerra se fundó en el denominado “Compromiso de 1877”, por el cual los demócratas supremacistas sureños reconocieron la elección fraudulenta del republicano Rutherford Hayes a cambio de que el presidente en ejercicio, Ulises Grant, y luego el propio Hayes, retirasen las tropas desplegadas por el norte que respaldaba la llamada “Reconstrucción”, cuyo objetivo era derogar los residuos esclavistas. La estabilidad institucional se terminó restableciendo con un supremacismo distinto en el sur, ahora con esclavitud por deudas, segregación racial en espacios públicos y la negación del derecho al voto para negros. Esta situación se mantuvo hasta que el movimiento por los derechos civiles logró imponer sus reclamos sólo 60 años atrás, inclusión que aún hoy se percibe como insuficiente e inestable. Esto hechos entregan dos conclusiones: (i) los norteamericanos, como cualquier “sociedad”, siempre tuvieron enemigos internos; y (ii) el contrato social implícito sobre el que se sostiene el orden institucional no abarca a toda la sociedad, sino a los grupos con poder militar y relevancia política.

Con esta historia en mente, se entienden mejor las implicancias de lo sucedido en el Capitolio. No se trata de más de lo mismo: represión de blancos contra negros, persecución de minorías, agresiones expansionistas en el resto del mundo. La polarización actual incluye una hostilidad creciente de blancos contra blancos, y la reelaboración ficticia pero efectiva de viejos idearios conservadores como el anticomunismo y el cristianismo radical con el fin de tribalizar a las masas.

El biólogo evolucionista Peter Turchin afirma en su blog que los sucesos de Estados Unidos coinciden con nuevos indicios “malthusianos”, como el empobrecimiento de una parte significativa de la población blanca, caída de la esperanza de vida, aumento de la tasa de suicidios, estancamiento salarial, endeudamiento familiar creciente, mayores jornadas laborales, y deterioro de los servicios públicos. El empobrecimiento y la incertidumbre despliegan invariablemente inclinaciones xenófobas, y una tendencia a dividir entre ‘ellos’ y ‘nosotros’, una adaptación evolutiva que se activa en contextos en los que la presión selectiva es mayor. Las amenazas colectivas como las catástrofes naturales, los enemigos externos o las crisis financieras facilitan la propagación de innovaciones ideológicas que funcionan como salvavidas para la subsistencia del grupo. El psicólogo social Jonathan Haidt también nota una activación del tribalismo, aunque las asocia con el auge de las redes sociales.

En el notable blog español Hypérbole, el psiquiatra y activo tuitero Pablo Malo explica que algunas ideologías operan como “sistemas de creencias” que permiten a los individuos contar con un mapa del mundo social simplificado del cual es posible obtener un diagnóstico inmediato sobre lo que está bien y lo que está mal, lo que refuerza las identidades morales grupales. Estas ideologías funcionan como una especie de sistema inmunológico que nos aísla y protege a nuestra mente de creencias ajenas que contradicen las propias, del mismo modo que el sistema inmune protege el resto del cuerpo de patógenos.

El deterioro material que agudiza la polarización ideológica entre norteamericanos, no obstante, no debe confundirse con un inminente colapso del expansionismo estadounidense, cuyos pilares siguen firmes. Pese a que las víctimas por el Covid-19 ya se cuentan en centenas de miles de muertos, el dólar y la política monetaria de Estados Unidos continúa reinando en las finanzas internacionales, la delantera militar y científica continúa en sus manos (aunque China viene acortando distancias), y sus empresas tecnológicas cotizan en niveles récord. El magro progreso de la mayoría de quienes habitan suelo norteamericano, sin embargo, no se condice con esta fortaleza. Solo queda preguntarse si el extremismo ideológico creciente entre los estadounidenses o su pauperización progresiva comprometen la continuidad de su liderazgo internacional, o si son procesos que transitan por caminos diferentes.

Un párrafo final para la democracia y sus virtudes. Pese a sus promesas grandilocuentes, debe recordarse que el sistema democrático está lejos de ser una fórmula mágica para la sociabilidad. Y de hecho, no se sigue que por la sencilla razón de que todos tengan derecho a votar y puedan expresarse libremente se garanticen las condiciones de convivencia en una sociedad poblada por monos parcialmente domesticados como el homo sapiens, con sus particulares rasgos biológicos y sobre-extensiones culturales.

 

El Economista - 12 de enero de 2021

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