Soberanía regional o periferia de lujo

Raúl Zibechi
Dos proyectos de asociación regional se enfrentan en América del Sur: la Alianza del Pacífico y la UNASUR. Ambas son incompatibles, responden a intereses geopolíticos opuestos que colocan a cada uno de los países de la región ante una disyuntiva. Ya no quedan espacios ni para ingenuidades ni para distracciones. “Existe una cierta tendencia en nuestras perspectivas integracionistas a sobrecargar de ideología las lecturas sobre los diferentes proyectos subregionales”, escribió Carlos Chacho Álvarez, secretario general de Aladi (Tiempo Argentino, 2 de junio de 2013).

Por esa razón considera que contraponer la Alianza del Pacífico al Mercosur ampliado, “resulta claramente un signo negativo, cuando no un retroceso”. De todos modos, Álvarez apuesta por la Unasur y la Celac “como los dos proyectos más ambiciosos e integrales de la región”, que al excluir a Estados Unidos y Canadá enseñan también su costado ideológico.

“El continente se dividió”, apunta el ex presidente de Brasil Fernando Henrique Cardoso en referencia al nacimiento de la Alianza del Pacífico (Valor, 30 de noviembre de 2012). “De alguna manera perdemos nuestra relevancia política en el continente que era incontestable”, añade. Cardoso cree que la salida para su país es “una negociación a fondo con los Estados Unidos”, a la que “siempre tuvimos miedo”.

Deslizándose por encima de los dos bloques, el presidente peruano Ollanta Humala recibió a principios de junio a Luiz Inácio Lula da Silva, en el marco del foro “10 Años de la Alianza Estratégica Brasil-Perú 2003-2013”, y señaló que en diez años “se ha avanzado mucho en la integración peruano-brasileña y sobre todo en el entendimiento de que es una alianza natural para poder integrar un bloque bioceánico Atlántico-Pacífico” (La Voz de Rusia, 6 de junio de 2013).

En el mismo acto Lula recordó que una década atrás fue muy criticado en su país por firmar el acuerdo de integración con Perú, pues las elites brasileñas consideran que sólo se alcanzaría el desarrollo en base a relaciones comerciales con Estados Unidos y la Unión Europea: “América del Sur no existía, ni América Latina, no existía África ni los países árabes, yo creía que se podía cambiar la geografía comercial y política del mundo si creíamos en nosotros mismos, pero no era un discurso fácil”, sentenció el ex presidente.

Lula apoyó su discurso en datos irrefutables: el comercio bilateral pasó de 650 millones de dólares en 2003 a 3.700 millones en 2012. Las inversiones privadas brasileñas en Perú ascienden a 6.000 millones de dólares y lanzó el desafío de exportar productos industriales y con elevada composición tecnológica con el objetivo de que ambas economías “puedan complementarse”. Conscientemente abordó el punto clave de cualquier proceso serio de integración.

Los TLC hilvanados

La Alianza del Pacíficonació en abril de 2001 con la “Declaración de Lima”, iniciativa del entonces presidente Alan García, entre cuatro países que tienen Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos: México, Colombia, Perú y Chile. El 6 de junio de 2012 se firmó el “Acuerdo Marco de Antofagasta” por los presidentes Sebastián Piñera, Juan Manuel Santos, Humala y Felipe Calderón. Panamá y Costa Rica fueron los primeros miembros observadores, a los que luego se sumaron España, Australia, Canadá, Nueva Zelanda y Uruguay, y en las siguientes cumbres se incorporaron Ecuador, El Salvador, Francia, Japón, Honduras, Paraguay, Portugal y República Dominicana.

Los defensores de la Alianza suelen decir que los cuatro países que la integran suman 200 millones de habitantes, representan el 55 por ciento de las exportaciones latinoamericanas y el 40 por ciento del PIB de la región. Dos destacados economistas de la región, el peruano Oscar Ugarteche y el brasileño José Luis Fiori, coinciden en analizar los procesos regionales como si fueran un juego de ajedrez, en el que la movida de una pieza por uno de los jugadores debe ir acompañada de una respuesta del otro contendiente adecuada al desafío recibido. Cuando se produjo el “golpe constitucional” que apartó a Fernando Lugo del gobierno, Paraguay fue separado del Mercosur y se le dio el ingreso a Venezuela. Del mismo modo debe interpretarse la creación de la Alianza del Pacífico: una respuesta a la creación de la Unasur encabezada por Brasil.

Cuando se formó la Alianza, Ugarteche sostuvo: “Los tres gobiernos sudamericanos del grupo (Chile, Colombia y Perú) tienen en común no haber firmado el acta de constitución del Banco del Sur, no tener acuerdos comerciales con el Mercosur vigentes, son observadores, tener TLCs firmados con Estados Unidos que aseguran arancel cero, lo que impide el acuerdo con el Mercosur cuyo piso es 5 por ciento, y carecer de un sector industrial nacional significativo” (Alai, 26 de abril de 2011). Su conclusión era que la Alianza es “un contrapeso a la influencia brasileña en Sudamérica” que “sirve no para competir sino para bloquear”.

Sin embargo, en un reciente artículo el economista sostiene que en los últimos tiempos “quien ha realizado los mejores movimientos ha sido sin duda la Alianza del Pacífico”, no tanto por sus propios méritos como por el notable estancamiento del Mercosur por el atasco en las relaciones entre Buenos Aires y Brasilia (Alai, 24 de abril de 2013). Entre esos avances figura el acercamiento del Paraguay pos Lugo. Así y todo, la Alianza debe sortear numerosas dificultades entre las que destacan la oposición de sectores del empresariado colombiano a un acuerdo que no les genera nuevas oportunidades sino “un detrimento de la balanza comercial y del empleo”.

Las dificultades de la integración

Los datos sobre inversión extranjera directa (IED) pueden tomarse como una radiografía de la región. La IED ha escalado de forma exponencial en América del Sur, pasando de poco más de 30.000 millones de dólares anuales en los primeros años de la década de 2000 a 143.000 millones en 2012. Se multiplicó por más de cinco, según el último informe de la CEPAL.

Vale la pena destacar que los tres países andinos de la Alianza del Pacífico pasaron de recibir una IED de 11.000 millones de dólares al comenzar el siglo a percibir 58.000 millones. El mayor crecimiento de la región. Pero lo que revela el carácter de las economías nacionales es el sector al que se dirigen.
Chile es el segundo país en volumen de IED, con 30.000 millones de dólares en 2012, pero la mitad se invierte en la minería (49 por ciento) y un quinto en el sector financiero. Colombia recibió una IED de 15.800 millones de dólares, pero más de la mitad van a petróleo y minería. En Perú, que recibió 12.200 millones, sólo la minería absorbe bastante más de la mitad de las inversiones (quizá el 70 por ciento, aunque no hay datos).

En Brasil la relación es justamente la inversa: la industria manufacturera absorbe alrededor del 40 por ciento de las inversiones (decayendo del 47 a 38 por ciento en los últimos años) mientras las actividades extractivas concentran apenas el 13 por ciento. Esto quiere decir que el grueso de la inversión extranjera, de 66.000 millones de dólares (la cuarta del mundo luego de Estados Unidos, China y Hong Kong), se dirige a sectores que generan puestos de trabajo calificados y agregan valor a la producción.

Argentina tiene una situación intermedia entre Brasil y los países andinos. Luego de una década de fuerte retracción, la IED hacia Argentina creció un 27 por ciento en 2012 hasta alcanzar 12.500 millones de dólares. A fines de 2011 la composición sectorial de la IED acumulada en Argentina estaba concentrada en un 44 por ciento en la industria y un 30 por ciento en servicios.

Es cierto que toda la región sufre un proceso de desindustrialización como consecuencia de la competencia china. Pero los efectos son dispares: en algunos casos la dependencia de los bienes naturales es apabullante, convirtiendo a esos países en absolutamente dependientes de los precios de las commodities en las bolsas de valores y, muy en particular, de la evolución del mercado chino. Es posible que la mentada pujanza de la Alianza del Pacífico sea poco más que humo y se evapore cuando esos precios caigan.

Chile no es capaz de absorber productivamente los enormes flujos de IDE que recibe, toda vez que el 26% son reinvertidos inmediatamente fuera del país por las subsidiarias chilenas de empresas extranjeras. La CEPAL concluye que el país andino, colocado como modelo a seguir por buena parte de los economistas de la región, es apenas “una puerta de entrada para otros mercados latinoamericanos”.

Según Fiori los tres países sudamericanos de la Alianza del Pacífico “son pequeñas o medianas economías costeras y de exportación, con escasísimo relacionamiento comercial entre sí, o con México”. El único país que tiene clima templado y tierras productivas, Chile, “es casi irrelevante para la economía sudamericana, además de ser uno de los países más aislados del mundo”, dice el economista brasileño.

Cree que la Alianza del Pacífico no tiene un futuro promisorio. Sus exportaciones son mayores que las del Mercosur, pero el comercio intrazona es ínfimo (dos por ciento del total exportado frente al 13 por ciento del Mercosur). En rigor, es una alianza comercial que no busca la integración.

El problema no radica tanto en las virtudes de la Alianza sino en los problemas que atraviesa el Mercosur. Por un lado, los cuatro países que lo crearon (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) exportan los mismos productos (básicamente soja y carne) a los mismos mercados. Con esa estructura de exportaciones no hay integración posible, que sólo puede forjarse sobre la base de la complementación productiva. Como apunta Fiori, desde la crisis de 2008 y a caballo de la expansión china, se han profundizado las características seculares de las economías sudamericanas que obstaculizan cualquier proyecto de integración: “El hecho de ser una sumatoria de economías primario-exportadoras paralelas y orientadas por los mercados externos” (Pontes, febrero 2013).

Por otro, y estrechamente ligado a lo anterior, la permanente disputa entre Brasil y Argentina por sus exportaciones industriales (automotriz y de electrodomésticos) está empantanando la alianza regional. Cada producto argentino que ingresa en Brasil, le hace perder puestos de trabajo, y viceversa. Los acuerdos comerciales existentes y la opción por la integración aún no se tradujeron en la creación de industrias capaces de complementarse.
En su balance de la inversión extranjera en 2012, la Cepal no deja lugar a dudas: “En América del Sur (sin incluir a Brasil), se ha ido profundizando un patrón de distribución de la IED en el cual los sectores basados en recursos naturales son claramente el primer destino”. La minería absorbió el 51 por ciento de las inversiones en la región, servicios el 37 y la industria apenas el 12 por ciento.

Hora de elegir

“Se puede decir con toda certeza que el ´cisma del Pacífico´ tiene más importancia ideológica que económica en América del Sur y sería casi insignificante políticamente si no se tratara de una pequeña franja del proyecto de Obama de crear una Asociación Transpacífico (TPP por sus siglas en inglés), pieza central de su política de reafirmación del poder económico y militar en la región del Pacífico”, señala Fiori (Pontes, febrero de 2013).
Este es quizá el nudo de la cuestión. México es ya una pieza inseparable de la economía estadounidense. Luego de la crisis de 2008, que le impone serias restricciones presupuestales, la estrategia de los Estados Unidos consiste en “tercerizar” la administración de su poder global pero con el cuidado de impedir que surjan potencias regionales que amenacen su posición y en particular el predominio aéreo y naval. A través del sistema financiero, razona Fiori, la superpotencia sigue traspasando sus costos y sus crisis a terceros países, como sucedió con su principal aliado, la Unión Europea, manteniendo en tanto el “control monopólico de la innovación tecnológica”.

Ante este panorama, lo decisivo serán las opciones de los demás países, sobre todo el rumbo que adopte Brasil. El profesor Ricardo Sennes, analista internacional de la Universidad de Sao Paulo, sostiene que el crecimiento económico pos 2002 “profundizó las divergencias entre las estrategias económicas de los países, así como se ampliaron las asimetrías entre Brasil y los países de la región”.

A esta dificultad estructural se suma que en Brasil prevalece “la preferencia por un patrón de relación regional basado en la proyección de las capacidades políticas brasileñas y no en un patrón de integración regional”. No es lo mismo la densificación de los negocios que una estrategia de integración. En su opinión eso debe a que existe una débil “coalición interna” a favor de la integración y se traduce en un elevado activismo diplomático que contrasta con la baja institucionalidad de la integración. En conclusión, “la regionalización, aumento de las relaciones regionales no derivadas de política y acuerdos entre estados, avanzó más rápida y profundamente que la integración regional”.

Eso se manifiesta en que los miembros del Mercosur han establecido acuerdos más profundos con países de fuera de esta alianza que entre ellos mismos. Sennes concluye que más allá de las declaraciones, “el proyecto regional de Brasil no integra el eje central de su estrategia internacional”. Suena fuerte, pero en modo alguno parece alejado de la realidad. En su apoyo, resume: preferencia por reuniones de cúpula antes que acuerdos institucionales; “integración económica rasa”, o sea focalizada en cuestiones comerciales bilaterales en detrimento de la integración productiva, financiera y logística; privilegiar agencias de crédito domésticas como el BNDES en vez de regionales; y apoyar las iniciativas privadas de inversiones en detrimento de acuerdos regionales de promoción de inversiones.

A partir de este cúmulo de dificultades, Fiori plantea una disyuntiva de hierro. Que Brasil y la región se conviertan en “periferia de lujo” de las grandes potencias, como ya fueron Australia y Canadá, con acuerdos de “socios preferenciales”, en línea con la propuesta de Cardoso y de las elites de cada país, atornillados al papel de exportadores de commodities. O bien emprender un camino alternativo, asentado en la autosuficiencia energética y los recursos naturales estratégicos, combinando “una industria de alto valor agregado como un sector productor de alimentos y commodities de alta productividad”, que no renuncie a la complementariedad y competitividad con Estados Unidos pero que “luche para aumentar su capacidad de decisión estratégica autónoma” (“Brasil e América do Sul: o desafío da inserçâo internacional soberana”, Brasilia, CEPAL/IPEA, 2011).

Las elites han hecho su opción y pelean por ella. La Confederación Nacional de la Industria (CNI) y la Federación de las Industrias del Estado de San Pablo rechazan cada vez con mayor vigor el Mercosur y ni siquiera toman en cuenta la Unasur. Aecio Neves, candidato por el Partido de la Social Democracia que representa a esos sectores, habla claro: “Tenemos que tener el coraje de repensar y revisar el Mercosur. En este sentido, la Alianza del Pacífico, es un ejemplo ya de movilidad y dinamismo” (La Nación, 9 de junio de 2013).

Esa claridad contrasta con las nebulosas y contradictorias posiciones del progresismo. En el actual panorama global, no hay lugar para la neutralidad. “Los que se consideran neutros son siempre países irrelevantes o que acaban sucumbiendo”, concluye Fiori. Por eso sostiene que la región debería construirse como “un grupo de países aliados capaces de decir no, cuando sea necesario, y capaces de defenderse, cuando sea inevitable”.

ALAI, América Latina en Movimiento - 18 de junio de 2013

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