Servicios públicos privatizados. La regulación estatal. ¿servicio público o fallas de mercado? Algunas reflexiones sobre los criterios de regulación

Realidad Económica 163 [b]Andrea López*[/b] [b]Ruth Felder** [/b] [i]Para las autoras, construir una nueva institucionalidad implica también replantear las responsabilidades del estado no sólo como garante de la transparencia de las decisiones privadas, sino también como soporte fundamental de la equidad social. En este sentido, la "razonabilidad" de las ganancias de los operadores privados, así como los costos, precios, tarifas y planes de expansión de los servicios públicos dependen, tanto de la imposición de reglas de juego claras, como de la voluntad política para articular una nueva coalición que incorpore a los usuarios entre los beneficiarios de la reforma del estado.[/i]

Introducción

La transferencia de los servicios públicos al sector privado llevada a cabo durante la primera etapa de la Reforma del Estado iniciada en la Argentina en 1989 implica modificaciones que trascienden los aspectos funcionales de su provisión, para transformar los criterios que prevalecen en la prestación y en la propia definición de los receptores de los servicios, caracterizados en la actualidad como clientes. Al mismo tiempo, los cambios en el rol del estado -que deja de ser empresario para convertirse en regulador- abren una importante discusión en torno de los objetivos fundamentales que justifican esta nueva forma de intervención estatal y su incidencia concreta sobre los diversos actores involucrados en el proceso de regulación.

A partir de una breve descripción de las condiciones imperantes tras el proceso de privatizaciones de los servicios públicos domiciliarios, el presente trabajo intenta poner a consideración algunas de las problemáticas específicas que se advierten en las normas regulatorias y en los organismos de control. El abordaje de la experiencia argentina en materia de regulación y control de los servicios públicos plantea necesariamente el tratamiento de ciertas cuestiones de orden teórico que, a nuestro entender, todavía no están "cerradas". En este sentido, destacamos como referencia orientadora de nuestro trabajo las siguientes preguntas:
- ¿Continúa vigente la noción tradicional de servicio público?
- ¿Los mercados se regulan por sus imperfecciones o por que el estado debe preservar el interés público sobre los servicios esenciales?
- ¿Cuáles son las capacidades y formas organizativas pertinentes para garantizar el funcionamiento eficaz de las agencias reguladoras?
- ¿Es aceptable la representación de los usuarios en los organismos de control?

1.1 La opción privatizadora en teoría

Al igual que la mayoría de las economías capitalistas tras la segunda posguerra, la Argentina experimentó un proceso de expansión de las actividades y del tamaño del estado. En el marco de un patrón de acumulación de capital caracterizado por el impulso a la industrialización y por la complejización de la estructura social, la prestación estatal de servicios públicos fue un punto de apoyo que permitía articular mecanismos explícitos e implícitos de subsidio a la acumulación de capital con un proceso de ciudadanización por el cual el conjunto de la población fue adquiriendo derechos, independientemente de su poder adquisitivo. En este proceso, el estado se constituyó a la vez en prestador y -al menos formalmente- en garante del acceso a los servicios por parte de todos los habitantes en su calidad de ciudadanos. La emergencia de esta categoría de ciudadanos-consumidores instituyó una de las principales formas de articulación entre estado y sociedad y expresa uno de los núcleos implícitos del debate actual acerca del nuevo rol que deberá asumir el estado una vez transferida la gestión directa de los servicios públicos al sector privado.

Si los servicios se proporcionan gratuitamente o a precios subsidiados, los costos de producción deben afrontarse con recursos públicos. En la medida en que los ingresos estatales no son suficientes para satisfacer demandas crecientes de acceso a bienes y servicios, el discurso que reconocía derechos universales fue perdiendo sustento. La "crisis fiscal" unida al grado variable de satisfacción con el desempeño del estado como prestador y las diferencias producidas en el proceso de incorporación social colocaban en tela de juicio los alcances concretos de la concepción universalista1. Estas contradicciones contribuyeron a revertir el consenso logrado por el modelo estatal de corte interventor-protector y a legitimar las teorías neoconservadoras, dando por resultado un movimiento favorable a la retirada estatal tanto del sector productivo como del sector servicios, que afectó de manera directa los términos del compromiso social articulado a partir del Estado de Bienestar2.

Para evitar las crecientes demandas que en los esquemas de bienestar recaían sobre el estado y a la vez quitar los recursos de las manos de los burócratas, los procesos más radicales de reformas combinaron la extensión del mercado con un estado despojado del compromiso excesivo tanto con la economía como con la provisión de oportunidades (Held, 1992). A diferencia de estrategias más tradicionales de racionalización administrativa, la privatización se propuso como la solución excluyente frente a los problemas de la gestión estatal de los servicios públicos. No se trataría ya de responder a las patologías burocráticas mediante la reforma de las estructuras, funciones, normas y actitudes de la burocracia, sino de dejar actuar a las fuerzas del mercado a las que se les atribuyen virtudes de eficiencia, innovación y posibilidad de elegir entre opciones diversas (Haque, 1996). La declinación de la prestación estatal lograría, además, evitar los efectos deslegitimadores del funcionamiento de los servicios por debajo de las expectativas de los usuarios.

Junto con el predominio de la ideología de subsidiariedad del estado, todos los gobiernos se han valido de un conjunto de consideraciones de eficiencia para justificar la privatización, destacando las severas restricciones que afectan al sector público a la hora de desempeñar de manera óptima el doble papel de propietario de un empresa y de agente prestador del servicio (Devlin, 1993).

La privatización de las empresas públicas suele asociarse con el incremento de la eficiencia económica, que a su vez redundaría en un mayor bienestar, porque se supone que las empresas privadas están sometidas a la disciplina impuesta por la competencia, mientras que el sector público carga con burocracias monopólicas. La teoría económica suele asumir que en mercados competitivos "la competencia regula con eficacia el comportamiento de cada empresa y proporciona incentivos razonablemente buenos para la eficiencia interna y de asignación" (Vickers y Yarrow, 1991). Contrariamente, la situación de monopolio permite la búsqueda de beneficios a través de mecanismos distintos a la maximización de la eficiencia. Proveedores que no enfrentan competencia podrían abusar de su posición dominante en el mercado fijando precios excesivos o disminuyendo la calidad de los servicios que, por ser esenciales, la población deberá pagar obligatoriamente. Pero la propia teoría reconoce que si bien la presentación política de los programas de privatización destaca el estímulo de las fuerzas competitivas, la propiedad privada no necesariamente involucra la competencia (Vickers y Yarrow, 1991). En la práctica, la condición de monopolio u oligopolio en la que funcionan la mayoría de los servicios públicos no necesariamente se revierte por la privatización y, en consecuencia, no es suficiente para garantizar la calidad y el precio de las prestaciones que reciben los usuarios.

Suele argumentarse también que en la provisión estatal directa de servicios públicos preponderó históricamente el punto de vista del proveedor (el propio estado) por sobre los intereses de los receptores. Los servicios eran definidos y gestionados en función de los criterios de quienes los producían y las preferencias de los consumidores tenían muy baja prioridad en estos esquemas. Se aduce -por lo contrario- que la privatización entraña la posibilidad de que prestadores privados -con el aliciente que les brinda el mercado- prioricen el interés de los clientes (Haywood y Rodrigues, 1994).

A la vez, la privatización generaría una división más transparente del trabajo: mientras los prestadores privados sólo tienen que tratar de maximizar las utilidades (lo que se supone que automáticamente redundaría en mayor eficiencia y en grados más altos de satisfacción de las demandas de sus clientes), el estado sólo debe ocuparse de procurar la eficiencia en la asignación de recursos, logrando a la vez reducir los costos que insume desempeñar el triple rol de propietario, prestador y regulador de las empresas de servicios.

Si bien la Argentina no fue ajena a la tendencia que imperó mundialmente desde fines de la década de los '70, el agotamiento de la actividad empresaria estatal se manifestó dramáticamente en la crisis hiperinflacionaria. En este escenario, las necesidades de estabilizar rápidamente la economía y achicar la brecha fiscal actuaron como catalizadores de los argumentos acerca del funcionamiento deficiente de los servicios y de los límites deseables de la actividad estatal.

La situación de ineficiencia generalizada que presentaban las empresas estatales, como resultado de la falta de inversión y de su adecuación a los intereses de aquellos grupos y corporaciones con mayor capacidad de presión, derivó en una profunda deslegitimación del accionar del estado como asignador eficiente de los recursos de utilidad pública y, por lo tanto, de su rol de garante de la equidad social. De tal modo, el consenso colectivo respecto a la función del estado en la economía llegó a un punto de ruptura en el que desprenderse de las empresas públicas implicaba a la vez acabar con la inflación, con la crisis del sector externo, con el exceso de burocracia y con la falta de productividad.

Este fue el contexto en el que el gobierno justicialista encaró a partir de 1989 el proceso de reestructuración estatal por el cual daría inicio a una transformación drástica de la relación estado/sociedad y de los vínculos entre los distintos grupos, clases y actores sociales configurados durante largas décadas en la Argentina (Thwaites Rey, 1995). La modificación de la estructura estatal y de sus capacidades en relación con la sociedad redefine también las relaciones de poder entre los grupos sociales, concentrando la prestación de los servicios básicos en un pequeño conglomerado de grupos altamente consolidados a partir de la estrategia privatizadora.

La ley 23.696 de Reforma del Estado sancionada en 1989 destacaba "la carencia de recursos" y el notorio deterioro de las empresas públicas "mal administradas", con "cuadros económico-financieros graves", "déficits acumulados y crecientes" y "servicios ineficientes". Al amparo de este diagnóstico se abría paso a un vertiginoso proceso de privatización de casi todas las empresas de propiedad del estado nacional. En menos de cinco años se privatizaron todos los servicios domiciliarios: telefonía, electricidad, gas natural, agua corriente y cloacas entre un conjunto más amplio de servicios y empresas productivas.

En las redes de servicios públicos domiciliarios la privatización mantuvo el carácter monopólico, en algunos casos por tratarse de actividades que tienen características de monopolio natural3 y en otros -en los que sería técnicamente posible el funcionamiento competitivo del sector- porque se priorizaron fundamentalmente objetivos de estabilización macroeconómica por sobre la introducción de competencia.

A su vez, la modalidad elegida para llevar a cabo la reestructuración empresaria mantuvo situaciones de monopolio regional, especialmente en los mercados minoristas. En el caso de la provisión de gas, el territorio nacional se dividió en ocho regiones que se repartieron en otras tantas empresas que controlan el mercado minorista con licencias que les garantizan la prestación del servicio de manera exclusiva durante 35 años. Tres empresas distribuidoras de electricidad poseen la exclusividad zonal para prestar el servicio por 95 años en Capital Federal y 31 partidos de la provincia de Buenos Aires y abastecen al 36% de los usuarios provistos de energía eléctrica del país, lo que representa una población de casi 12 millones de habitantes. Un solo consorcio tiene a su cargo la provisión de agua potable y desagües cloacales en el ámbito de la Capital Federal y 13 partidos del conurbano bonaerense que sirve a 8.600.000 personas. Para la provisión del servicio de telefonía básica se otorgaron dos licencias para brindar el servicio de manera exclusiva en cada una de las regiones en las que se dividió el país por los primeros siete años, con opción a prorrogar la reserva legal de mercado durante tres años más, a condición de que se cumpliera con un conjunto de metas de servicio. El cumplimiento "razonable"4 de estas metas determinó que la prórroga se redujera a dos años. A principios de 1998 se definió un proceso de apertura, mediante el cual se sumaron dos nuevas licenciatarias a las ya existentes5. Las cuatro empresas podrán prestar el servicio en cualquier punto del país.

De esta forma, el caso argentino también pone en evidencia que tras la égida privatizadora no necesariamente los servicios públicos operan en condiciones de competencia. La estrategia de desregulación del servicio de telefonía básica, para citar uno de los ejemplos más contundentes, demuestra a su vez que el límite impuesto a la entrada de nuevos operadores es netamente institucional, si se toma en cuenta el amplio consenso vigente entre expertos respecto de la inexistencia de segmentos en el sector de las telecomunicaciones que puedan ser considerados como monopolio natural. (Herrera, 1998)6.

La conformación de mercados cautivos en servicios públicos básicos para la ciudadanía tornan necesario un nivel alto de regulación y control de estas actividades. En estos casos los enfoques clásicos de la teoría regulatoria centran su atención fundamentalmente sobre la búsqueda de condiciones de eficiencia del mercado regulado eludiendo un conjunto de cuestiones que, a nuestro entender, no pueden quedar ajenas a la intervención del estado.

1.2 El modelo de regulación: ¿servicio público o industrias reguladas?

De acuerdo con los criterios tradicionales aportados por la teoría de la regulación económica, la existencia de fallas del mercado en gran parte de las actividades de servicios públicos justifican la intervención del estado como regulador a los efectos de garantizar la eficiencia económica del mercado regulado. Entre otros factores, la presencia de externalidades, indivisibilidades o de economías de escala generalmente llevan a la ruptura de las condiciones de competencia perfecta, conduciendo a situaciones mono u oligopólicas, donde el número óptimo de proveedores de un bien es uno y la actuación de muchos productores sería ineficiente.

En este tipo de situaciones donde la competencia está ausente es necesario entregar señales e incentivos correctos que promuevan la eficiencia en la asignación de recursos restringiendo al mínimo o eliminando el margen para la discrecionalidad en cuanto a la fijación de tarifas. El objetivo central de los instrumentos regulatorios es, desde este punto de vista, evitar que los operadores puedan apropiarse de rentas derivadas de la situación de monopolio a través de tarifas excesivas que los usuarios necesariamente deberían pagar. Pero esta óptica, asumida por organismos como el Banco Mundial (1997)7, involucra al estado como regulador del funcionamiento del mercado de los servicios públicos priorizando criterios estrictamente tecnológicos. Allí donde existen límites de ese orden para la existencia de más de un proveedor es necesaria su injerencia para que este proveedor actúe como si estuviera sometido a la competencia. En consecuencia, en caso de que las limitaciones tecnológicas pudieran ser superadas y fuera posible la entrada de competidores en el mercado, la regulación estatal iría tornándose innecesaria.

Los postulados subyacentes en este tipo de visiones merecen algunas aclaraciones. Si la regulación estatal está sólo orientada a suplir el "efecto disciplinador" que ejerce la competencia, se prioriza la cuestión instrumental por sobre la existencia de diferentes puntos de vista, intereses y criterios de los diferentes actores sociales y económicos involucrados en el proceso de regulación, que no necesariamente pueden satisfacerse por la misma opción técnica. Un punto más crucial que la persistencia de imperfecciones en los mercados es el hecho de que la maximización de las preferencias a través de mecanismos de mercado sólo puede ser realizada por clientes que tienen acceso a éste y que en función de su capacidad de pago, pueden exigir servicios de calidad.En este espacio se soslaya el problema de la accesibilidad y las garantías de regularidad y continuidad de los servicios quedan sometidas a un único criterio, el de rentabilidad empresarial.

A nuestro entender, las posibles acciones que el estado debe ejercer a través de la política regulatoria trascienden el encorsetamiento derivado de la opción mercado-no mercado y se insertan en el terreno político-institucional. En este plano todavía queda por dirimir si la regulación sobre los servicios públicos privatizados -más allá de la existencia o no de fallas de mercado- responderá a criterios democráticos y de inclusión social. Desde esta óptica la intervención estatal adquiere sentido como regulación no sólo económica, sino también social.

Los planteos de la regulación social, marginados por gran parte de la literatura especializada, trascienden los criterios de orden tecnológico que -a juicio de la mayoría de los economistas- ameritan la intervención reguladora del estado. Pensada en términos de protección de los derechos de ciudadanía, en tanto referente más inclusivo que las categorías de "usuario" y sobre todo de "consumidor", la regulación social involucra al estado como orientador de la oferta de bienes públicos. Bajo esta perspectiva las normas regulatorias deberán tomar en consideración la posibilidad efectiva de garantizar a la población el acceso a los servicios, sin descuidar la reglamentación sobre un conjunto de aspectos como la protección ambiental, la seguridad de los productos, el derecho a la información o la participación ciudadana, que constituyen "efectos colaterales" o "características externas" de las actividades económicas (Majone y La Spina, 1993). A diferencia de la regulación económica, la regulación social pone en juego la dimensión de lo público en el marco de un debate en el que hasta el momento se ha priorizado la búsqueda de eficiencia de las ex empresas públicas desentendiéndose de la obligación del estado como garante de la equidad social. En otros términos, la incorporación de estos criterios expresa el intento de configurar una perspectiva de intervención estatal que apunte a lograr equilibrios adecuados entre el resguardo de la rentabilidad empresaria, la protección de los usuarios y la calidad de los servicios (López, 1997).

2.1 De la teoría a la práctica: la privatización de los servicios y la definición del esquema de regulación en la Argentina

En nuestro país el proceso de reforma estatal se centró sobre la reducción del tamaño del aparato estatal y en el reordenamiento del gasto público, a la par que se intentaba superar la inestabilidad económica. El punto de partida de esta estrategia fue la crítica al desmesurado crecimiento de la organización estatal a la que se le atribuía la responsabilidad por la ineficiencia y el deterioro de la calidad de los servicios unidos a un enorme costo financiero. Sobre esta base, se proclamó la necesidad de dejar actuar libremente a los agentes económicos (que serían por definición maximizadores racionales de utilidades) y minimizar la intervención estatal que, por definición, distorsiona la asignación óptima de recursos, introduce ineficiencias y brinda oportunidades para la captura de rentas a los propios funcionarios estatales. A juicio de estas perspectivas se debía limitar al máximo tanto la actividad política como la iniciativa estatal, la cual debía restringirse a la aplicación de políticas económicas globales que no interfiriesen en la asignación de recursos (Muñoz, 1996).

Sobre esta base, la política de regulación constituyó un eje residual del proceso privatizador, pese a la persistencia de condiciones monopólicas de prestación. La débil intervención del Poder Legislativo en la elaboración de las normas, el desajuste temporal entre el traspaso de los servicios, la creación de los marcos regulatorios y la puesta en funcionamiento de los entes respectivos, socava desde sus orígenes la eficacia y legitimidad de la política regulatoria y se convierte en uno de los condicionantes centrales para el ejercicio de la potestad controladora estatal. En el caso del servicio telefónico el marco regulatorio fue posterior al inicio de la operación privada (decreto 1185/90) de igual modo que en el caso de los servicios ferroviarios de larga distancia (decreto 2339/92)8. En los tres servicios restantes la transferencia a la gestión privada se concretó previa definición de los marcos regulatorios correspondientes, aunque sólo en los casos del servicio de gas y de electricidad se sancionaron mediante leyes (24.076/92 y 24.065/92 respectivamente), en tanto que para el servicio de agua potable y desagües cloacales rige el decreto 999/92 y para el transporte urbano de pasajeros por ferrocarril el decreto 1143/919. El desajuste temporal entre el traspaso de los servicios, la creación de los marcos regulatorios y la puesta en funcionamiento de los entes respectivos constituyó un temprano condicionante del régimen regulatorio que se iría configurando. En ausencia de esquemas de regulación previos, los contratos con los nuevos prestadores privados fijaron pautas que en muchos casos entran en contradicción con la normativa posteriormente sancionada.

Más allá del reconocimiento formal del carácter de servicio público expresado en la normativa regulatoria, el condicionamiento de la prestación a criterios de rentabilidad empresaria y la sujeción a la capacidad de pago de los receptores, produce de hecho un cuestionamiento de los criterios tradicionales respecto de las obligaciones estatales sobre estas actividades esenciales. Algunas definiciones (o indefiniciones) presentes en los marcos regulatorios permiten constatar esta última apreciación.

En el caso del servicio público de gas natural se establece que los distribuidores deberán satisfacer toda demanda "razonable" de servicios. Aunque no han sido precisados los alcances de la "razonabilidad", sí se ha definido como "no razonable" aquella solicitud de servicios que "no pueda ser satisfecha obteniendo el distribuidor un beneficio acorde con los términos de la habilitación."10 En el servicio de electricidad los contratos de concesión sólo "podrán" obligar a los transportistas y distribuidores a extender y ampliar las instalaciones, lo que otorga un margen de discrecionalidad considerable a los operadores a la hora de programar los planes de mejoras y expansión11. Por último, el marco regulatorio para el servicio de agua potable autoriza al concesionario a cortar dicho servicio por falta de pago, inclusive a las instituciones públicas12. (López,1997)
Si el estado se desentiende de la finalidad de "proveer y prever" las necesidades públicas, los servicios adquieren -como lo ha propuesto Mairal (1993)- el carácter de industrias reguladas. Según este autor, la cesación de la prestación de los servicios públicos del estado, su asignación a los particulares y la creación de entes reguladores para controlar su funcionamiento supone pasar de la teoría tradicional del servicio público desarrollada en Europa continental a un modelo más cercano al "public utility" del derecho norteamericano e inglés. Principalmente, al encuadrarse desde esta última perspectiva al servicio público como actividad privada reglamentada por el estado, se diluye la responsabililidad estatal de garantía por las prestaciones, revirtiendo los esquemas que habían prevalecido durante las últimas décadas.

La diferencia no es sólo terminológica sino que afecta particularmente el compromiso del estado respecto del acceso colectivo a las redes de servicios. En este sentido, la noción de industrias reguladas convalida la lógica mercantil que supone que los receptores son clientes o consumidores que ingresan al servicio en la medida en que puedan pagarlo y restringe las competencias del estado al ejercicio del poder de policía.

Así como es posible observar en los marcos regulatorios las suficientes garantías para asegurar rentabilidad a los nuevos operadores, no es tan claro advertir en ellos las "consideraciones de eficiencia" que motivan la regulación económica. A modo de ejemplo, cláusulas tales como las que rigen para el servicio público de agua potable y desagües cloacales donde se permite la fijación de una tarifa mínima que "tenderá" a reflejar el costo económico de la actividad13 no constituyen un incentivo hacia la búsqueda de objetivos de eficiencia, sobre todo cuando se ha autorizado a la empresa monopólica a establecer la estructura de costos y de los insumos allí incluidos durante los diez primeros años de la concesión. En este caso concreto los intereses de los usuarios quedaron claramente perjudicados por los sucesivos aumentos tarifarios de un servicio cuya licitación impuso como condición central a los nuevos operadores la oferta de una menor tarifa. La garantía de rentabilidad ha sido directa en el caso de los subterráneos y ferrocarriles del área metropolitana de Buenos Aires, a cuyos operadores se les otorgó un subsidio para solventar los gastos operativos y otro para realizar inversiones tendientes a mantener y mejorar la infraestructura14.

Los vacíos e imprecisiones normativas en materia de protección de la calidad de los servicios también limitan el resguardo de los derechos de los usuarios. Disposiciones tales como el establecimiento de "intervalos razonables" para la verificación técnica de los medidores de gas, sin más especificación sobre los plazos; la obligación de la distribuidora de hacer todo lo "razonablemente posible" para suministrar un servicio regular e ininterrumpido y en casos de necesidad de restringir el servicio proporcionar "el mayor aviso posible" o "atender prontamente" las denuncias de escapes de gas, o el compromiso de solucionar "rápidamente" los reclamos y quejas de los usuarios del servicio eléctrico son sólo algunas de las imprecisiones que pueden dar lugar a interpretaciones diversas y que, en consecuencia, no se constituyen en un parámetro claro y exigible de calidad de servicio. Un caso extremo es el de los servicios ferroviarios y de subterráneos donde directamente no se sancionó un reglamento de servicio con el detalle de los derechos de los usuarios y de sus mecanismos de protección.

Asimismo, la reglamentación de aspectos tales como los recargos aplicados por el pago de facturas fuera de término; los plazos para la resolución de reclamos y para la recepción de facturas o el pago de indemnizaciones a los usuarios por reclamos de importes incorrectos o facturas ya abonadas en la mayoría de los casos entra en colisión con las disposiciones vigentes a partir de la sanción de la ley 24.240 de Defensa del Consumidor. La cuestión se complejiza por el carácter supletorio de aplicación de esta ley, lo que da lugar a un uso discrecional y sujeto a la voluntad de aceptación o no por parte de las empresas prestadoras de los servicios.

La garantía de la seguridad jurídica y el respeto de las reglas de juego iniciales ha sido el argumento recurrente al que han apelado la mayoría de los operadores privados para desconocer las disposiciones de la ley de defensa del consumidor. Tal es el caso de las empresas distribuidoras de electricidad, que pusieron condiciones para reducir los recargos aplicados a las facturas impagas en los términos fijados por esta ley15. La intangibilidad de los contratos originales -invocada incluso por los propios reguladores- no fue obstáculo, sin embargo, para llevar adelante modificaciones contractuales que permiten una reestructuración de la ecuación económico-financiera favorable a la empresa. Así lo ponen de manifiesto la reciente revisión del contrato con la empresa Aguas Argentinas que garantizó, además de un fuerte aumento tarifario, el diferimiento de inversiones y la anulación de obras, incrementando las ganancias futuras del concesionario a costa de la disminución de la población que debería ser cubierta por el servicio de agua y cloacas durante el primer quinquenio y del incumplimiento de las obligaciones asumidas originariamente. En el transporte ferroviario de pasajeros la reformulación general de los contratos también permitirá importantísimos incrementos tarifarios, la extensión de los plazos de concesión de los servicios y la intensificación de las inversiones en explotaciones comerciales colaterales en detrimento de aquellas destinadas a mejorar la calidad de los servicios.

Si la reglamentación para la regulación económica en la Argentina es laxa, lo es todavía más en relación con los criterios de regulación social. Cabe mencionar, entre otros problemas, que el régimen de subsidios tarifarios abarca a un sector minoritario de la población con menores recursos y que el otorgamiento de facilidades de pago para los usuarios morosos depende de la política comercial de las empresas y no está sujeta a ninguna normativa regulatoria. Esta última cuestión no es un tema aleatorio si se toma en cuenta que las empresas están autorizadas a cortar los servicios impagos sin que las normas, como sucede por ejemplo en Gran Bretaña, obliguen a los prestadores a diferenciar entre los usuarios que deliberadamente postergan su pago y aquellos que enfrentan dificultades económicas reales.

Por otra parte, el valor adjudicado al cargo de infraestructura de la red domiciliaria del servicio de agua potable resulta del todo incongruente con la posibilidad de responder a un objetivo social básico, como es el acceso universal al servicio16. En este caso la salida convalidada por la renegociación contractual (reajuste tarifario en concepto de SU) hizo recaer el peso de la extensión del servicio en los usuarios, evitando así que el operador asumiera algún tipo de riesgo empresarial y deslidando al estado del aporte de recursos para solventar políticas de inclusión social. En sentido similar, la imposibilidad de responder a las previsiones de demanda en el caso de los ferrocarriles y subterráneos con la red actual se "resolvería" mediante los aumentos tarifarios del 100% que convertirán a los pasajeros en financistas de las inversiones empresarias por los próximos años.

2.2 Los entes de control

Los organismos actualmente a cargo del control de los servicios son el Ente Nacional Regulador del Gas (ENARGAS), el Ente Nacional Regulador de la Electricidad (ENRE), el Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios (ETOSS), la Comisión Nacional de Comunicaciones (CNC) y la Comisión Nacional de Regulación del Transporte (CNRT). En la mayoría de los casos, las instancias de regulación fueron creadas en ocasión de sancionarse el marco regulatorio de la actividad. Consecuentemente, a excepción del ENRE y del ENARGAS que surgen de una ley, la creación del resto de los organismos se hizo por decreto del Poder Ejecutivo Nacional, lo que sujeta su accionar a una voluntad jurídica más fácilmente modificable (Thury Cornejo, 1995).

Algunos de los aspectos más cuestionados de estos organismos devienen de su conformación y funcionamiento, fuertemente vinculados con el Poder Ejecutivo Nacional, de las restricciones de información y recursos que limitan su capacidad de fiscalización y de los claros signos de captura por parte de las empresas reguladas. Una de las manifestaciones más gráficas en este sentido fue la intervención de la ex Comisión Nacional de Telecomunicaciones que se produjo en 1992 como resultado de desavenencias de su directorio con los lineamientos políticos para el sector. Asimismo, algunas de las decisiones más trascendentes en materia de servicios públicos, entre las que se pueden mencionar las renegociaciones de los contratos de concesión de ferrocarriles y de agua potable, fueron tomadas sin participación de los organismos de regulación del sector.

Además de un conjunto de cuestiones de orden político que explican estos fenómenos, existen criterios específicos que deberían ser sometidos a discusión. El contacto frecuente entre entes y empresas reguladas y la mayor capacidad de presión empresaria originada en la disponibilidad de recursos técnicos y de información configuran una situación de sobrerrepresentación de los intereses de los operadores privados en el proceso de regulación que se refuerza por la dependencia económica de estos organismos - financiados con recursos provenientes de las propias empresas reguladas17- y por la ausencia de participación institucionalizada de las asociaciones de usuarios en los entes reguladores, como contrapeso necesario para contrarrestar esta situación.

Suele argumentarse que el carácter de jueces administrativos atribuido a los entes reguladores inhibe la posibilidad de que exista representación de los usuarios en sus directorios, ya que estaría consagrando un desequilibrio para con el sector empresario. Sin embargo, la contradicción primordial radica en las propias funciones de juez y de defensor de los derechos de los usuarios que poseen los organismos de control, en tanto no es posible constituirse como una instancia de mediación y, a la vez, proteger los intereses de una de las partes. Dicha cuestión excede el mero plano de la reflexión teórica si se toma en cuenta que, en la práctica, el "vacío de representación" de los usuarios en los entes comienza a ser cubierto por otras oficinas públicas, entre ellas el Defensor del Pueblo de la Nación y, en menor grado, la Dirección de Defensa del Consumidor.

En general, al evaluar la actuación de los entes reguladores se ha puesto mayor énfasis en apuntar los déficit de "competencias técnicas" como condicionantes para la efectiva implementación de sus potestades de contralor. Si bien no es posible eludir el efecto de estos déficit a la hora de alcanzar los objetivos de política dispuestos, merece también destacarse que la ausencia de participación de los usuarios en el control de los servicios privatizados afecta a las necesarias "competencias sociales" (Brachet, 1995) que deberían estar involucradas en este proceso. Incorporar la "contraloría social" a las cuestiones de orden técnico implica una revisión de la propia concepción de la institucionalidad regulatoria en la medida en que se admite que la responsabilidad de exigencia de cuentas a los prestadores de los servicios no puede recaer exclusivamente en el estado y que los propios receptores deben tener incidencia en el control (Cunill Grau, 1995).

En la Argentina, la Constitución reformada en 1994 garantiza la participación de las asociaciones de usuarios y consumidores en los organismos de control. Esta disposición representa un significativo avance para revertir la condición de "administrados pasivos" que tradicionalmente tuvieron los usuarios de servicios públicos. Sin embargo, como quedará expuesto a continuación, la existencia de normativa que habilita la participación es un condición necesaria pero no suficiente para su concreción.

2.3 La participación de los usuarios en el control de los servicios públicos privatizados

La mayoría de los entes reguladores aún no ha creado los canales institucionales pertinentes para hacer efectivo el mandato constitucional que prevé "la necesaria participación de las asociaciones de consumidores y usuarios y de las provincias interesadas" en los organismos de control de los servicios públicos. El único caso en que se ha reconocido formalmente la representación de los usuarios es en el Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios (ETOSS), cuyo marco regulatorio (sancionado con anterioridad a la reforma de la Constitución) dispuso la creación de una "Comisión Asesora ad Honorem". La Comisión, integrada por ADELCO y otras entidades gremiales y profesionales fue convocada una única vez para discutir la propuesta de "Reglamento del Usuario" presentado por la empresa Aguas Argentinas en 199318.

El espacio para la participación que la normativa otorga a esta comisión es acotado, ya que se define como una instancia de consulta, cuyas propuestas no tienen carácter vinculante ni generan obligaciones para el cuerpo directivo del ente regulador. En este sentido, se establece una diferencia sustantiva con un conjunto de proyectos de ley presentados tanto por el oficialismo como por la oposición que apuntan a reglamentar el derecho constitucional a la participación de las organizaciones de usuarios y consumidores, incluyendo representantes en el directorio de los entes. Estas iniciativas resultan más acordes con el estilo de participación que postula procesos de gestión en los que los usuarios, además de ser escuchados, intervengan en la resolución de sus propios problemas y les otorgan poder decisorio a sus asociaciones para participar en el diseño y la aplicación de los criterios de control en condiciones de igualdad con el resto de los directores.

La aceptación de un nivel básico de participación de los usuarios como el que suponen las encuestas de opinión, apreciada aun por los modelos participativos más acotados que privilegian la provisión de información y el conocimiento de la "opinión de los clientes", tampoco encuentra eco en la mayoría de los entes y, al mismo tiempo, no parece observarse buena predisposición en el sector empresarial. La única experiencia de este tipo desarrollada desde la Comisión Nacional de Comunicaciones (CNC) que reglamentó un modelo de encuesta19 que debían aplicar las empresas telefónicas fue rechazada e incluso motivó una presentación judicial por parte de Telefónica de Argentina. Cabe destacar que aunque los resultados de los sondeos no obligaban a realizar modificaciones en los aspectos criticados por los usuarios, las prestadoras afirmaban que la opinión de los usuarios no puede considerarse un mecanismo paralelo de evaluación de las metas y obligaciones establecidas en los pliegos y que el control de los niveles de satisfacción del público con la calidad del servicio no constituye una función estatal.

En cierta medida, podría considerarse que el espacio mayoritariamente aceptado por los reguladores para canalizar la participación de los usuarios y/o de sus asociaciones ha sido el de las Audiencias Públicas, en las que se pueden exponer sugerencias y propuestas acerca de temas específicos relativos al funcionamiento de los servicios. La reglamentación vigente de este mecanismo acota la injerencia de los usuarios a una instancia de consulta. Las opiniones que se expresen en este ámbito no generan compromisos formales ni para los reguladores ni para las empresas, la decisión de convocar a las audiencias es potestad unilateral de los entes y no hay uniformidad acerca de las cuestiones que ameritan un tratamiento en este ámbito. Por otra parte, y a juicio del conjunto de las asociaciones de usuarios, la instrumentación de este mecanismo pone al descubierto los problemas clave de la regulación: notorias asimetrías de información y desigualdad de recursos técnicos entre las partes, junto con posibles situaciones de "captura" empresarial.

La existencia de la figura del "Defensor del usuario" que se ocupa de brindar asistencia técnica y legal a los usuarios durante todo el proceso de sustanciación y desarrollo de las audiencias públicas no es, sin embargo, garantía suficiente para compensar los déficits señalados. Elegido por los directorios de los entes sin participación de los usuarios, vinculado directamente con la conducción de estos organismos y carente de estabilidad en la función, más allá de ejercer formalmente la defensa de los derechos de los usuarios, no cuenta con las atribuciones ni la autonomía necesaria para actuar en representación de sus intereses.

Probablemente, la consolidación de instancias de participación de carácter decisional y ampliado dependerá -en mayor medida- de la efectiva capacidad de presión de las asociaciones de usuarios, las que todavía no demuestran una postura uniforme en torno al sentido de la participación20. Actualmente, estas entidades concentran sus esfuerzos en la atención de reclamos de los usuarios, trasladando al ámbito de la asociación una tarea propia de la administración. En este marco, no parece clara la voluntad de trascender su accionar como prestadoras de servicios para constituirse en una forma genuina de organización de los usuarios.

Por otra parte, si bien se autodefinen como representantes de los usuarios no se observa una preocupación sostenida por su llegada a sectores más vastos de la población -lo que puede estar ligado a la falta de recursos- y, fundamentalmente, por incrementar la participación dentro de las propias asociaciones. De esta forma, los usuarios con menores capacidades de hacer visibles sus necesidades y plantear sus reclamos con expectativas de ser escuchados quedan muy débilmente representados, en contraposición con aquellos sectores dotados de mayores recursos organizativos.

Conclusiones

A modo de simple ejemplificación hemos puesto énfasis en observar algunas de las inconsistencias normativas para la regulación de los distintos servicios públicos aunque, más allá de las cuestiones sectoriales concretas, el problema principal deriva de la carencia de una política general de regulación. En principio, la brecha entre el "deber ser" de la regulación de los servicios públicos y el funcionamiento de la estructura regulatoria en la Argentina no puede interpretarse solamente como resultado de déficits técnicos. Fundamentalmente, la ausencia de un esquema regulatorio sólido habla de la capacidad política de los nuevos operadores de los servicios, quienes han podido ampliar sus márgenes de acción a partir de estas transferencias. El desbalance de fuerzas entre estas fracciones de capital y el resto de la sociedad ha sido de tal magnitud que la regulación no logró instalarse como un tema de agenda pública o lo hizo de manera muy limitada y esporádica como respuesta a situaciones conflictivas.

Desde nuestra perspectiva, definir una política general de regulación implica, en primer lugar, fortalecer la obligación estatal de preservación del carácter público de los servicios esenciales, independientemente de las características de los mercados en los que operan. En este caso, la política regulatoria trasciende el mero objetivo de aportar los incentivos apropiados para garantizar el óptimo de eficiencia en el funcionamiento del mercado para contemplar específicamente el aspecto de la ciudadanía: el acceso a estos servicios básicos es un derecho ciudadano y, como tal, no sólo se trata de resguardar los intereses de los clientes o consumidores, sino también de integrar a los sectores socioeconómicos que estas categorías excluyen.

De esta forma es posible incorporar a la dimensión técnica, la dimensión política subyacente en la cuestión de la regulación: antes que en los medios, se trata de pensar en los fines a los que el Estado Regulador deberá propender. Como plantea Muñoz (1996), el propósito central del Estado Regulador es la construcción de una nueva institucionalidad, por medio de la organización del "espacio público en el cual los agentes privados asumen responsabilidades". Para el autor los mercados también representan una instancia de lo público, en tanto los agentes privados hacen "actividad pública" cuando transan y deben encuadrarse dentro de la institucionalidad establecida. Por tal motivo, el estado retiene la responsabilidad del "gobierno del mercado" (Wade, 1990), y se erige como el garante primordial frente a la sociedad de la transparencia de las decisiones privadas que se toman en ese ámbito.

Construir una nueva institucionalidad implica también, desde nuestra óptica, replantear las responsabilidades del estado no sólo como garante de la transparencia de las decisiones privadas, sino también como soporte fundamental de la equidad social. En este sentido, la "razonabilidad" de las ganancias de los operadores privados, así como de los costos, precios, tarifas y planes de expansión de los servicios públicos depende, tanto de la imposición de reglas de juego claras, como de la voluntad política para articular una nueva coalición que incorpore a los usuarios entre los beneficiarios de la Reforma del Estado.

El renovado compromiso estatal para con la sociedad remite indefectiblemente al tema de quiénes participan y cómo en la toma de decisiones públicas. En el caso concreto de la participación de los usuarios en los organismos de control de los servicios privatizados, no tendrá las mismas implicancias que la reglamentación del derecho constitucional que formalice la modalidad consultiva frente a la posibilidad de incluir a los representantes de los usuarios en los directorios de los entes. Esta última opción constituiría un significativo avance en términos de ruptura de la soberanía unilateral de la administración en los procesos decisorios e impondría la lógica de la concertación como estilo de gestión.

Por último, merece una breve reflexión el dilema que plantea las funciones de arbitraje de los entes y los riesgos de "captura a la inversa" que traería aparejada la participación de las asociaciones de usuarios y consumidores en ellos. Las claras restricciones a la "autonomía del estado" se reflejan no sólo en los entes reguladores, sino en todas las agencias públicas, razón por la cual esta cuestión remite también a los principios básicos que orientarán la construcción de una nueva institucionalidad. En estos términos, la incorporación al ámbito de lo público de representantes "genuinos" de los usuarios se impone como un derecho legítimo de la mayoría ciudadana, incapaz de contrarrestar el poder de quienes actualmente constituyen un "verdadero estado privado" (Oszlak, 1994).

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Fuentes documentales consultadas
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PEN. Decreto N° 999 del 18-6-92.
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PEN. Decreto 1143/91 del 14-6-91
PEN. Decreto 2339/92 del 4-12-92

Notas
* Profesora de Historia y Magister en Administración Pública. Investigadora del Instituto Nacional de Administración Pública. Docente Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
** Lic. en Sociología. Docente e investigadora UBA.
1 La cuestión señalada presenta, para el caso de América latina, aristas bastante diferenciadas. Como destacan Torre y Gerchunoff (1988), sobre todo en los años '60 y '70 se asiste a la formación de un "estado benefactor con características propias" que, pese a estar articulado sobre la base de una "concepción universalista", no completó su efectivización, como lo testimonian las vastas poblaciones que aún hoy viven sin haber recibido los beneficios del agua potable, el gas o la electricidad.
2 Los precedentes concretos de esta nueva tendencia aparecieron en los Estados Unidos, a fines de los años '70, bajo la administración de Carter y su programa de liberalización de servicios en red, profundizado posteriormente por el gobierno de Reagan. En Gran Bretaña cobró impulso con el gobierno conservador de Thatcher y su vasto programa de privatizaciones de empresas públicas.
3 Se considera que una actividad tiene características de monopolio natural cuando el número óptimo de prestadores es uno, porque las economías de escala, los altos costos fijos y los bajos costos variables hacen que la producción por parte de una sola organización sea más barata que la que existiría en un marco competitivo (Bowdery, J, 1994).
4 La expresión pertenece al secretario de Comunicaciones, Germán Kammerath quien señalaba que las empresas "sobrecumplieron algunas [metas de servicio] y no cumplieron otras. Pero hay doctrina de la Corte Suprema sobre cumplimiento razonable" (Entrevista, Diario Clarín, 11-3-98).
5 Para aspirar a las licencias, debían participar de los consorcios empresas prestadoras de telefonía celular, cooperativas telefónicas y proveedoras de televisión por cable. Sobre los efectos de esta "liberalización", ver Abeles, Forcinito y Schorr (1998)
6 La autora sostiene que " (...) la tendencia es hacia la constitución de un oligopolio mixto enormemente competitivo, con lugar para la entrada de decenas de competidores de menor tamaño, actuando en nichos de mercado, ofreciendo productos de mercado." (Herrera, 1998, p.243)
7 Esta preocupación denota un cambio significativo si se tiene en cuenta que durante la década de los '80 el Banco Mundial había sido un firme impulsor de las estrategias de limitación de la acción estatal, de reducción del tamaño de su aparato y de recorte del gasto público.
8 En el caso de los ferrocarriles, el citado decreto sancionó los primeros rasgos del esquema de regulación de los servicios que sufriría constantes modificaciones en los años siguientes.
9 Aunque esta norma cuyo tema central es la fijación de pautas para la transferencia de los servicios, hace referencia a los objetivos de eficiencia, confiabilidad, seguridad, accesibilidad, no detalla niveles de calidad de los servicios, cuya explotación sigue rigiéndose por la Ley General de Ferrocarriles Nacionales Nº 2873 que data de la década de 1930. Tampoco fija criterios uniformes de calidad y se remite a cada uno de los pliegos de licitación -que no se hicieron públicos- por los cuales los concesionarios se obligan a cumplir con determinadas frecuencias, tiempos de viajes, confiabilidad, confort y seguridad.
10 Art.25, ley 24.076/92, reglamentada por decreto 1738/92 (modificado por el decreto 2255/92).
11 Art.28, ley 24.065/92, reglamentada por decreto 1398/92.
12 Art.52, decreto 999/92.
13 Decreto 999/92, art.44, inciso d).
14 El monto de los subsidios se estableció sobre la base de una cantidad de usuarios considerablemente menor de la que efectivamente utiliza los servicios. Pese a los mayores ingresos que registran las empresas por ventas de pasajes, no se revisó la ecuación que había dado lugar a los subsidios para compensar las pérdidas operativas.
15 Concretamente, se reconocía esta norma sólo en los casos de aquellos usuarios que tuvieran abonadas en término las tres facturas anteriores y que efectuaran su pago dentro de los 14 días siguientes. Resolución nº 343/97 del Ente Nacional Regulador de la Electricidad.
16 Así lo demuestra el elevado porcentaje de usuarios deudores, que no casualmente se concentran fundamentalmente en la zona sur del conurbano bonaerense. De acuerdo con el informe del Ente Tripartito de Obras y Servicios Sanitarios presentado a la Comisión Bicameral de Reforma del Estado el 23/8/96, los importes impagos serían del orden del 21% en las áreas de expansión de la zona norte, del 25% en la zona oeste y del 51% en la zona sur.
17 Los recursos para el financiamiento de los entes provienen de tasas que pagan las empresas reguladas o se fijan directamente como un porcentaje de la facturación de los usuarios. Así, cualquier medida regulatoria que limitara los ingresos de las empresas recortaría automáticamente el presupuesto del propio ente.
18 Vale la pena resaltar la franca contradicción que supone haber dejado en manos de la empresa una potestad reguladora del estado, como la elaboración de un reglamento que rige la relación entre el prestador y sus usuarios.
19 Nos referimos al Reglamento de Estudio y Análisis de la Opinión Pública, resolución Nº 161/96 de la Secretaría de Comunicaciones. La información a recabar contempla, entre otras cuestiones, los posibles inconvenientes en las comunicaciones urbanas e interurbanas, las comunicaciones exitosas, el servicio de información, los desperfectos en el funcionamiento de las líneas y la atención recibida por el servicio de reparaciones en estos casos.
20 Como ha sido relevado en nuestro trabajo de investigación "Nuevas Relaciones entre el Estado y los Usuarios de Servicios Públicos en la Post-Privatización", ADELCO -la asociación más antigua y de mayor extensión geográfica- invalida la posibilidad de participación de los representantes de los usuarios en los directorios de los entes por insuficiencia de experiencia técnica. Para el resto de las entidades reconocidas oficialmente las posturas giran en torno de garantizar la participación en estos ámbitos, o bien a crear comisiones consultivas.

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