“Misoginia y sexismo en el ataque a las ciencias sociales”

Silvia Elizalde

 

Cuando se habla sin fundamento o información básica sobre temas de incumbencia pública suelen reinar, en esos comentarios, la trivialidad, el chamuyo y la tilinguería, sin más efecto que el del ridículo de quien enuncia la vacuidad misma. Pero cuando lo que se quiere es instalar concertadamente un clima de desestabilización, desprestigio y banalización malintencionada queda claro que los resortes que mueven dicha estrategia son más complejos que la mera constatación de la ignorancia ajena.

La campaña de difamación proyectada en las redes sociales a fines de 2016 sobre ciertos/as investigadores/as del CONICET y sobre ciertos temas de indagación del campo de las ciencias  sociales y humanas por parte de provocadores anónimos o con identidades falsas –los llamados trolls, en la jerga generalizada- se inscribe en el tipo de acciones que responden a una específica política de ataque y/o persecución con fines político-ideológicos bien concretos. De manera notable, la “justificación” del desguace del plan de inversión preexistente, y del prometido en la campaña electoral, para el campo de la ciencia, la técnica y la universidad pública, por parte del actual gobierno. Desguace que ya fue efectivamente puesto en marcha, con una disminución “inicial” del presupuesto para este sector, de tres millones de pesos. Pero además, y como parte de un subtexto transversal al conjunto de los argumentos intrigantes, estas agresiones buscan aleccionar respecto de la “futilidad”, la “irrelevancia” y la “ilegitimidad” de producir evidencia empírica y reflexión teórica sobre ciertas prácticas culturales. Justamente sobre aquéllas que dejan al desnudo las múltiples formas en las que el poder genera y profundiza la desigualdad social mediante la elaboración de tramas específicas de articulación de las diferencias culturales –de clase, género, edad, orientación sexual, nacionalidad, etc., previamente montadas sobre presupuestos clasistas, sexistas, homo/lesbo/transfóbicos, racistas. Es, en efecto, a partir de la creación de cadenas restrictivas de sentido sobre éstas y otras distinciones culturales que el poder construye las bases morales de su meritocracia y procura naturalizar el acceso segmentado a las oportunidades y recursos sociales, así como reforzar ciertos reclamos de orden y autoridad, tan en boga en estos aciagos tiempos.

En este sentido, queda claro que la investigación social que deconstruya estas tramas no gozará de la simpatía de un gobierno cuyas políticas se basan en el desmantelamiento del tejido de derechos costosamente conquistados, en su impostación como gobierno de la calma y la armonía mientras acrecienta la lógica represiva y el desprecio por el otro, y en un profundo desconocimiento de las bases populares que informan parte fundamental del tejido cultural del país. Y no porque antes otros gobiernos aplaudieran necesariamente los resultados y denuncias que arroja con frecuencia la ciencia social y humanística, ni la promovieran especialmente, sino porque se partía de un consenso básico e históricamente acuñado sobre la importancia, para un país que valore su soberanía, de invertir en la formación de científicos -del mismo modo que en el incentivo a artistas y deportistas, entre otras vocaciones-, garantizándoles al mismo tiempo libertad y autonomía para explorar, ensayar y tomar riesgos. Y porque, en la medida en que la investigación científica produce datos y los analiza con rigurosidad y criticidad, siempre es interpeladora de las versiones simplificadas, unívocas y/o aplanadoras de la realidad social.

En este marco, de los muchos aspectos preocupantes que presenta esta andanada contra la investigación social propongo detenerme aquí en uno extremadamente significativo: el sustrato elíptica o abiertamente misógino, sexista y violento en términos de género de los comentarios lanzados arteramente por los trolls a distintas mujeres investigadoras en sus muros de Facebook o Twitter, así como, puntualmente, a quienes se dedican a temas de género y sexualidad desde disciplinas sociales.

Cabe aquí recordar que las mujeres representan el 53% de los/as investigadores/as de carrera del CONICET, sobre un total actual de 9.668 integrantes. Esta mayor participación femenina en la estructura del organismo –si bien aún extremadamente concentrada en las categorías iniciales de Asistente y Adjunta, en desmedro de las más altas, donde el techo de cristal las mantiene en un 25% de los/as investigadores/as de la máxima categoría- se debió a una clara política de desarrollo nacional con inclusión de género, desarrollada entre 2003 y 2014. En ese periodo la cantidad de investigadoras se incrementó en un 171% (Las 12, 4/11/2017). Por su parte, el mapa del Conicet previo al drástico recorte actual señalaba que 6 de cada 10 becarios/as eran mujeres. La consideración de las licencias de maternidad desde esta condición (antes sólo estaba contemplado para las investigadoras de carrera) indicó también una apuesta a la ampliación de la participación de muchas jóvenes en el camino de la formación doctoral y la iniciación a la investigación científica, situación que el nuevo panorama de ajuste indiscriminado amenaza con afectar. Al respecto, muchas de estas conquistas fueron resultado del empeño personal y el respaldo institucional puesto en ello por parte de las pocas mujeres que llegan a los cargos de mayor decisión en el organismo. De modo especial, la Dra. Dora Barrancos, representante electa del Gran Área de Ciencias Sociales y Humanidades en el Directorio del CONICET, reconocida académica y militante feminista, que también fue objeto de críticas por esos oscuros meses de fines del 2016.

“Feminazis”. La impunidad de la violencia sexista  

Mientras cientos de becarios/as, investigadores/as y defensores/as del trabajo científico en condiciones dignas y no arbitrarias nos congregábamos frente al edificio del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva, donde tiene sede el CONICET, para protestar contra el ajuste y reclamar la incorporación de los/as 500 afectados/as por el cercenamiento presupuestario impuesto, los trolls inundaban los muros públicos de distintas colegas con comentarios violentos y una redacción indisimuladamente berreta pero personal y colectivamente dañina. Antes y después de esa Navidad de 2016, el desprecio a las mujeres, la descalificación de su condición de cientistas y la deslegitimación de sus investigaciones en clave sexo-genérica puso en escena una maquinaria mucho más extensa (pero siempre adaptable a la forma del “caso”), que todos/as ya bien conocemos y repudiamos, pero que las mujeres padecemos de modo ubicuo y cotidiano: la sistemática erosión de nuestra legalidad humana, de nuestro estar en el mundo en tanto mujeres, condición a la que adscribimos y no –como aún quieren ver muchos- que llevamos puesta como una etiqueta inexorable.

“Feminazi boluditah” (sic), escribió una tal Muticia Ayelén Huenchupan en el muro de una compañera que investigó las dinámicas de apropiación de la música romántica y, antes, de la cumbia, por parte de sus fans femeninas. “Cuándo fue que te convencieron de que lo que hacías era algo groso?”, puso la nochebuena del 24 de diciembre un/a troll logueado/a como Völva Seid. “Por qué las mujeres son tan Tontas? (sic) Atrasan la ciencia con algo que no impacta ni modifica en nada, creen que esto es ciencia? Esto parece lo que yo hacía a mis 7 años jugando a ser investigadora de hojas de árboles”, arremetió impunemente una vez más, por esos días, la tal Muticia.

La autorización patriarcal a vulnerar la integridad y la dignidad de las mujeres es tan vieja como su connivencia con el sistema capitalista como dispositivo basado en la explotación de unos/as sobre otros/as y en la injusta división sexual del trabajo en tanto reaseguros de un modelo pluriacentuado de dominación. Tal como señaló agudamente la historiadora marxista Sheila Rowbotham el patriarcado representa, de hecho, el poder del padre continuado en la distribución de roles sociales en el matrimonio y en la sociedad a partir de la desigualdad de géneros, con una raíz económica que naturaliza formas específicas de explotación y opresión (Rowbotham  1984 [1979]: 248-256). Sabido es que, en las condiciones del presente, esta connivencia ha sofisticado aún más sus modos de funcionamiento bajo dictados de claro orden sexista, así como extendido sus recursos, metáforas y zonas naturalizadas de inscripción y circulación de sentidos, manteniendo incuestionado el conjunto de sus fundamentos.

“Vos tenes un pedo en la cabeza, flaca… dejen de estar promoviendo financiamientos para estudiar la reacción de las canciones de maluma en la mujer despechada, ponganse a hacer estas pavadas para las fracasadas del barrio con financiacion privada”, violentó un autodenominado Pablo Pusich en el mismo muro, el 25 de diciembre pasado. Entre las muchas voces de apoyo y solidaridad que terciaron por esa época en defensa de las investigadoras atacadas, hubo también quienes vieron en esta situación algún costado interesante de oportunidad para la difusión de los trabajos vapuleados. Una, por caso, planteó: “Lo único positivo en toda esa mierda, es que estoy conociendo a muchos investigadores y sus valiosos trabajos!!!! Bien por uds!!!”, a lo que un troll contestó instantáneamente: “Valioso para las boludas”.

La asociación y/o intercambiabilidad entre “mujer despechada”, “pavadas” y “fracasadas del barrio”, del primer ejemplo, con la adjetivación descalificante de “boludas”, del último, adjudicada ambiguamente tanto a las hacedoras de estas investigaciones sobre consumos culturales de mujeres como a sus lectores/as, señala una de las tantas formas de despliegue del sexismo, que descarta por default la posibilidad de pensar a las mujeres como sujetos con agencia, reflexividad y deseo propio (Elizalde, 2015).

“¡Señorita… (…) ¿no podria considerar devolver lo malcobrado al estado para un hogar de mujeres golpeadas?”,  “Dejate de joder, en otros países están investigando sobre universos paralelos, y vos investigas (…) [esa pelotudez]. Anda a laburar de verdad, ñoqui. Y además, no necesitas fondos públicos para investigar eso, lo podes hacer sin ser mantenida por Papá Estado, por eso, estamos como estamos en este país, le sacan la guita a los que laburan y fomentan muchos parásitos estatales” (sic).

Como queda expuesto de modo patente en este extracto de agravios públicos –doblemente ultrajantes, si consideramos que se realizaron en los muros abiertos de las colegas agredidas, burlando el mínimo respeto esperable cuando se está en “territorio” ajeno– la operatoria del sexismo presupone la segregación y la justificación de la violencia contra las mujeres. Violencia que luego se hace extensible, de hecho, a todo grupo que no responda a los patrones biológicos de diferenciación sexual, como también se constató en una parte de los comentarios y notas de desprestigio contra colegas. Se advierte, asimismo, que el argumento rector de las críticas ofensivas es disolver toda legitimidad de los temas de investigación de estas cientistas, levantar sobre ellas sospechas de falta de idoneidad, profesionalismo y honestidad, y sentar, así, las bases de un “necesario” y “justificado” ajuste, bajo la forma de una “mejor distribución” de los dineros públicos destinados a la ciencia y a la técnica entre quienes sí hacen trabajos “serios” es pos del avance del país.  En todos los casos, la arteridad consiste en agraviar impunemente a personas cuyos datos fueron extraídos de Internet de modo arbitrario, con total desconocimiento de los recorridos formativos de las atacadas, de sus esfuerzos y dedicación al quehacer científico, de sus actuaciones públicas como investigadoras y de sus producciones concretas que, demás está señalar, ningún intrigante leyó.

Dime lo que investigas y te diré cuán poco vales

La preocupación, pues, por dar cuenta de las condiciones no sólo históricas sino actualizadas de funcionamiento del sexismo y de la misoginia (entendida como desprecio u odio hacia las mujeres, lo femenino y/o la culturalmente feminizado) encuentra renovadas razones ante las afrentas acometidas contra las investigadoras mujeres y, con especial saña, contra quienes trabajan temas asociados a los géneros y las sexualidades.

En lo personal, no fui por azar blanco del hostigamiento de los trolls que están dispersos en las redes, pero bien podría haberlo sido dado que también formo parte de una nueva generación de investigadoras interesadas en echar luz sobre los cambios culturales que se están produciendo en el campo de las identidades, expresiones y prácticas de género y sexualidad, con foco en las mujeres, desde miradas profundamente transdisciplinarias e, incluso, poco ortodoxas para los criterios externos a este campo de estudio.

“[La tuya] es una investigación claramente feminista. Yo soy una persona antifeminista y antimachista. Trato de ser justo. Basta de estas cosas que no llevan a ningun lugar. No tengo la menor idea de los beneficios que intentas sacar de esta investigación”, sentenció con ostensible ignorancia un troll autodenominado Kamilo Camino en el muro de Facebook de una colega que investiga las lógicas de construcción del erotismo femenino y su relación con las ofertas de este orden de la industria cultural.

“Estoy de acuerdo con algunas cosas que dejas ver en tu texto, pero ¿’rigor cientifico’? Me parece que se te fue la mano”, acotó socarronamente otro provocador anónimo.

“Si vas a estudiar sobre el sangrado menstrual, mejor dedicate a otra cosa”, apuntó otro instigador a propósito del trabajo de otra colega, “Hay gente que hace investigaciones sobre temas posta, que salva vidas, que les sirve a la humanidad, lo tuyo es de terror”. “¿A quién crees que le importan tus análisis sobre esas boludeces de la sexualidad que decis hacer? ¿Por qué no se las contás a los chicos con desnutrición o a los que perdieron familiares por el Chagas, por ejemplo, enfermedad en que podríamos haber avanzado mas, pero estamos ocupados ‘entendiendo la cultura’, por favor!”.

La selección de comentarios descalificadores y agresivos podría extenderse, pero a esta altura alcanza y sobra para dejar señalado su nivel de lesividad. Y su artero propósito, en un juego mayor donde este mecanismo ideológico de franco terrorismo sexista conecta con un campo más amplio de significaciones compartidas por otros grupos en los que impera un notorio conservadurismo moral y cultural, y un marcado desprecio por el quehacer intelectual. Todo lo cual redunda en embates a la educación pública y a los saberes que de ella se desprenden, así como en posiciones de desdén hacia ciertos/as intelectuales, temas de indagación y modos de producción de conocimiento como excusas para justificar el ajuste y la desinversión.

En la situación aquí analizada, las aseveraciones peyorativas y sexistas contra investigadoras del campo de los estudios de género y sexualidad funcionan habilitando y reforzando el control, la estigmatización y la sanción pública sobre ellas, en tanto medidas “aleccionadoras” ante sus “desvíos” o atrevimientos investigativos.

En efecto, dar voz a ciertos testimonios sobre la intimidad sexual de las mujeres, demostrar la expansión de experiencias eróticas reñidas con la moral y las “buenas costumbres” del heterosexismo y el patriarcado, o etnografiar –como hago desde hace varios años- un universo de prácticas femeninas que combinan una dimensión desafiante a los modelos hegemónicos de corporalidad, belleza y erotismo con una creciente conciencia empoderadora, anti violencia y anti sexismo, puede resultar insoportable para las ideologías políticas centradas en el refuerzo de una imagen de sociedad ordenada (de manera elitista), armónica (es decir, con conflictos negados o apaciguados con represión) y moralmente “irreprochable”, de acuerdo con parámetros conservadores de indisimulable doble standard.

Es por todo ello que el problema es ideológico en un sentido complejo. Porque se trata de un proceso social fluido, y no –simplemente- de un problema de distorsión de la verdad. De la mano de Stuart Hall (2010) y, mucho antes, de Antonio Gramsci, sabemos desde hace tiempo, y diáfanamente, que los mecanismos ideológicos operan de forma dinámica en tanto fuerzas que trabajan continuamente a través de la movilización del sentido común. Por lo tanto, el análisis del asunto no puede reducirse a su carácter de evento puntual ni tiene una única y determinante matriz. Claramente los instigadores de estas acciones no fueron (solo) un grupo de mensajeros virtuales de pacotilla –los trolls– sino discursos de mayor alcance y responsabilidad pública en la formación de opinión, que replicaron los agravios con regodeo, como los medios, o los alentaron en las sombras, como ciertos sectores del poder.

Por tanto, resulta crucial comprender que estas formas de burla, menosprecio e injuria contra mujeres investigadoras, así como los reclamos de estabilidad y orden que fogonean, lejos están de constituirse en resultado exclusivo de la producción ideológica de individuos o grupos aislados. Por el contrario, participan de una red mayor de construcción de significados, transversal a un conjunto vasto de la sociedad, que encuentra en el sentido común del comentarismo virtual una privilegiada superficie de expresión y actualización, tanto del sexismo y de las bases ideológicas que informan al patriarcado, como de un antintelectualismo que produce normatividades más o menos definitorias sobre las maneras “apropiadas” y “útiles” de hacer ciencia, elabora consensos sobre la relevancia social de cierta agenda de temas de investigación social y humanística e impulsa distintos reclamos de  orden,  vigilancia y/o sanción alrededor de algunos perfiles de investigador/a. Todo, recordemos, en el marco más amplio de una feroz política de ajuste y legitimación de la desigualdad social extendida.

Marcas y prospectivas

En síntesis, lo que estos ataques y formas de amedrentamiento contra científicas del CONICET permiten leer es un doble y concatenado proceso. Por un lado, la actuación extendida del sexismo como umbral de subjetivación no reflexivo, presente tanto en el lenguaje del sentido común y en sus recursos más invocados al momento de formular una burla (el humor, la ironía, el sarcasmo) como en su lamentable automatización en el discurso social más amplio, en tiempos en los que, en la Argentina, la construcción ideológica de las mujeres como seres a disposición material y simbólica de la rapacidad masculina se patentiza en un femicidio cada 18 horas y en infinitos abusos diarios. Por el otro, se observa la estratégica articulación del sexismo con un discurso organizado que descarga su desprecio por el saber social y humanístico por considerarlo “inútil” y poco práctico en comparación con las ciencias “de verdad” que sí harían girar los engranajes productivos mediante la transferencia inmediata y tangible a bienes o servicios. Criterios todos ellos –nunca está de más volver a aclararlo- no necesariamente aplicables al campo de las indagaciones que bucean en las tramas de sentido que mueven a los/as sujetos a desplegar ciertas acciones, a adoptar ciertas creencias, o a crear ciertos mundos de representación, identidad y pertenencia en el marco de sus particulares condiciones de existencia, las cuales son siempre sociales, políticas y económicas y están determinadas por múltiples elementos, nunca del todo previsibles, ni “mensurables”. Ni siquiera escalables al conjunto de la sociedad.

Así, elípticamente feminizadas en términos ideológicos y en clave sexista –esto es, expropiadas de legalidad y de legitimidad-, las ciencias sociales y humanas están siendo, pues, vilipendiadas, reinstaladas en aquella vieja etiqueta de “ciencias blandas” (pero sin reposición alguna de cierta densidad epistemológica que le dé calado a la discusión), e impunemente priorizadas en los proyectos de recorte presupuestario.

La situación, desde ya, duele e indigna sobremanera al conjunto de investigadores/as de las ciencias sociales y humanas, y nos afecta personal y colectivamente a quienes militamos por hacer conciente las relaciones nunca del todo resueltas entre conocimiento académico y conocimiento cívico. Pero leída como oportunidad, la tormenta desatada contra nuestra  producción intelectual permite recordar(nos) en voz alta que la investigación social es y debe ser pensada y desplegada como un modo de crítica cultural, para cuestionar las condiciones bajo las cuales son formulados los saberes científicos, así como la construida la relación entre cultura y poder, conocimiento y autoridad, ciencia y Estado. Finalmente, nos abre también, por qué no, a la posibilidad de crear nuevas instancias de propuestas que se articulen en términos de cultura pública y transformación política.-

Bibliografía

-Elizalde, Silvia (2015). Tiempo de chicas. Identidad, cultura y poder. Buenos Aires: Grupo Editor Universitario (GEU).

-Hall, Stuart (2010). Sin garantías: Trayectorias y problemáticas en estudios culturales, editado por Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Víctor Vich. Instituto de Estudios Sociales y Culturales Pensar, Universidad Javeriana, Instituto de Estudios Peruanos, Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, y Envión Editores.

-Peker, Luciana (2016): “Platos sucios”, Suplemento Las 12, Página 12, 4 de noviembre de 2016. Disponible en: https://www.pagina12.com.ar/1470-platos-sucios

-Rowbotham, Sheila (1979): “Lo malo del ‘patriarcado’”, en R. Samuel (ed.) (1984) [1980]: Historia popular y teoría socialista. Barcelona: Grijalbo.

 

- Silvia Elizalde, Doctora en Antropología e Investigadora Adjunta del CONICET con sede en Instituto Interdisciplinario de Estudios de Género (IIEGE), Facultad de Filosofía y Letras, UBA. Docente regular de la UBA y la UNLP. Su campo de especialización son  los estudios culturales y de comunicación, la teoría de género y feminista, y los estudios de juventud. Autora de libros y de numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales. Dirige el Programa de Actualización en Comunicación, Géneros y Sexualidades de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA. silvitaelizalde@gmail.com

 

Revista Epocas Nº 4

Noticias relacionadas

Nicolás Welschinger, Jerónimo Pinedo, Victoria D’Amico. Después de cuatro años de ataque sistemático, las ciencias sociales pueden ocupar un lugar central...

Compartir en