Irak: ¿se defienden así los valores de Occidente?

El gobierno estadounidense sigue aumentando los gastos bélicos mientras crecen los costos y daños ocasionados. Oscar Raúl Cardoso. Fuente: Clarin

Cuánto cuesta destruir lo que Occidente representa, mientras se grita a los cielos que se lo está protegiendo? Hace unos pocos años este interrogante no sólo hubiese sido imposible de responder, sino que habría sido visto como algo tan absurdo como inquirir sobre el precio de bajar la Luna del firmamento. Ya no es así.

Desde que el gobierno de George W. Bush decidió requerir al Congreso 72.400 millones de dólares adicionales para financiar, en el año fiscal en curso, las ocupaciones en Afganistán e Irak, podemos tener una idea aunque sólo sea aproximada de lo que sale un intento empecinado, de un lustro, por degradar la idea -los valores- que encarna Occidente.

Hubo que invertir en el Asia y en el Golfo Pérsico alrededor de 400.000 millones de dólares en los cálculos más moderados.

Las cifras citadas hasta aquí terminan por ser una abstracción cuando se las aborda. Representan magnitudes tan vastas -aun para una economía tan poderosa que otra en el planeta no la iguala- que podrían hacer estallar las neuronas a quienes intenten representarlas en alguna escala como, por ejemplo, saber qué significarían esos montos si fueran aplicados a problemas globales como el de la pobreza o la ausencia de desarrollo en muchas regiones del planeta.

Tampoco tendría mucho sentido; ese dinero fue -y sigue siendo- reunido para la guerra, para un proyecto que debe imponer un orden mundial preciso -de preeminencia anglo-sajón, cabe añadir- y por lo tanto contrastarlo con ideas de naturaleza humanitaria carecería de demasiado sentido.

Sería otra vez la virtud increpando al poder y éste -se sabe- no oye demasiado bien otra cosa que su propio discurso.

Pero aun aceptando la lógica de aquel proyecto, hay indicios que sugieren que el gasto no está logrando su objetivo. Por cierto, vale la pena ensayar la identificación de los "bienes", tangibles e intangibles, que esa masa de dinero nos ha comprado a los occidentales.

Pero quizá sea mejor emplear al comienzo tan solo un criterio contable, recordando lo que se nos dijo cuando se puso en marcha la invasión punitiva de Afganistán a fines del 2001.

El caso afgano es un buen comienzo porque a cinco años, después de la expulsión de la teocracia talibán, la situación una vez más se está despeñando en una violencia que lleva a los especialistas a definir al país como "un segundo frente" después del desastre iraquí.

Es, sin embargo, el caso Irak el que ofrece los mejores elementos. Primero cabe señalar que los 400.000 millones constituyen una cifra desafiada por otros cálculos confiables. La Oficina de Presupuesto del Congreso (OPC) acepta sólo el monto de 500.000 millones de dólares como el valor real de lo que ha costado hasta ahora la invasión iniciada hace tres años.

Primer dato interesante: el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz recordó en una reciente columna publicada en el diario español El País que esta es una cifra diez veces superior a lo que la administración le aseguró que costaría la invasión y ocupación cuando inició la guerra.

La calculadora del economista arroja otros montos: 652.000 millones de dólares cuando los datos ingresados son "prudentes" y 799.000 millones cuando lo hace de modo "moderado". El dato más preocupante para el contribuyente estadounidense que aporta Stiglitz es que ese gasto está siendo financiado mayoritariamente a través de endeudamiento.

Es útil recordar que en diciembre del 2002 -cuando aún se podría haber evitado el desaguisado- William D. Nordhaus, un profesor de economía de la Universidad de Yale, publicó una estimación propia de lo que costaría invadir y mantener Irak que le ganó críticas por una supuesta desmesura en los valores. Sobre todo porque la tesis final del académico era que el proyecto no valía la pena.

Al igual que Stiglitz, Nordahus trazó, esta vez de un modo apriorístico, dos escenarios posibles, uno favorable de una guerra corta y otro desfavorable de guerra extendida en ocupación. Al primero le asignó un valor que, en cualquier caso, más que duplicaba la cifra de fantasía invocada por el gobierno republicano y en el restante llevaba su estimación al billón y medio de dólares. El presente parece ahora a punto de reivindicar las matemáticas del profesor de Yale.

Pero pasemos de la danza de cifras y veamos qué se adquirió con ellas. Esta última semana sirvió para eso también: el informe de relatores independientes de Naciones Unidas sobre la prisión de Guantánamo denunciando torturas físicas y psicológicas que se practican "en defensa de la libertad".

Hagamos un balance, según las cifras oficiales. De los 80.000 árabes obligados a registrarse después del 11 de setiembre, en los 8.000 interrogados por el FBI y más de 5.000 encerrados, no hay uno que, a la fecha, haya sido condenado de un crimen terrorista. La marca del gobierno es cero en unos 93.000 casos.

Esta semana se conocieron más fotos de las prácticas aberrantes de la ocupación estadounidense en la antigua prisión de Abu Ghraib que salieron a la luz en Australia, mientras el gobierno de Bush seguía intentando que los medios estadounidenses no pudiesen publicarlas. Las imágenes traducen tal nivel de crueldad que uno se pregunta qué sucede con los valores -la integridad física, la dignidad de los hombres y la libertad- que están en el corazón mismo de Occidente.

¿Hay razón para asombrarse, en este marco, por la reacción islámica a las caricaturas del profeta?

Cierto pensamiento -que aquí se llamó "realismo periférico" en la década pasada- sostiene que, pese a todo, el mundo debe respaldar a Washington en esta acción deletérea, sino porque es meritoria porque encarna un poder irresistible. Surgido del más cínico Martín Fierro -el "hacerse amigo del juez" que proponía el Viejo Vizcacha-, el consejo parece autoderrotista: para el resto del mundo intentar limitar el presente uso del poder estadounidense puede parecer una quimera, pero esto no lo hace menos imprescindible.

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