Comentarios - Imperialismo y humanidad

[b]Ricardo Rodríguez del Rio[/b] 15 de octubre del 2001 [i]"Los grandes nos parecen grandes.[/i] [i]Sólo porque estamos de rodillas.[/i] [i]¡Pongámonos de pie!" [/i] Lema de la Revolución francesa Citado por Marx y Engels en La Sagrada Familia

En el calor de la pujante movilización social que ha perseguido a los representantes de los amos del mundo por las ciudades de Seattle, Praga, Gothenberg, Barcelona y Génova; de entre las montañas de artículos, ensayos, libros y apasionadas polémicas que en todos los medios de comunicación ha provocado la llamada globalización, ha descollado la publicación de Imperio, monumental obra del joven profesor norteamericano Michael Hardt y del veterano marxista italiano Toni Negri. Se trata de un libro de cerca de medio millar de páginas, fruto del arduo trabajo de siete años, editado por la prestigiosa Harvard University Press, un libro que ha alcanzado un insólito éxito de ventas en Estados Unidos y ha sido ya traducido a diez idiomas - existe una versión castellana en Internet-. Los autores ya han anunciado que preparan una segunda parte.

Los asuntos que se abordan en Imperio no son nuevos; aluden a la crisis del Estado-nación, al imperialismo, a las nuevas formas de organización del trabajo, a las nuevas formas de dominio del capital transnacional y a otros temas que han dado lugar a un inmenso volumen de literatura de todo signo en las dos últimas décadas.

Tampoco son originales las conclusiones específicas a las que Hardt y Negri llegan en cada uno de ellos, lo cual desde luego no supone ningún demérito para una obra de pensamiento o de investigación social, que debe buscar, antes que la novedad, la capacidad explicativa de hechos, aunque para ello precise apoyarse en hallazgos anteriores. Por otro lado, una parte sustancial de los desarrollos argumentales contenidos en el libro pueden rastrearse, seguramente más inmaduros, en los textos de Negri desde los años setenta -así, en Del obrero masa al obrero social (1981), en Trabajo inmaterial y subjetividad (1991) o en las Ocho tesis preliminares para una teoría del poder constituyente (1988)-. Lo que sí constituye, no obstante, una audacia y una saludable provocación en los tiempos que corren, es la conclusión central de Imperio. Hardt y Negri sostienen, tras el examen de la economía mundial de nuestros días y bajo la luz de una completa revisión de la historia del pensamiento humanista, que se encuentran maduras las condiciones para la constitución del comunismo, nada más y nada menos. Incluso esta afirmación había sido avanzada por el mismo Negri con anterioridad; pero nunca la había dotado de semejante cuerpo ni la había arropado con una fundamentación tan sistemática y tan amplia y, sobre todo, no había coincidido en el pasado con la emergencia de una movilización social anticapitalista como la que presenciamos en nuestros días.

Lo más llamativo de este renovado milenarismo de Hardt y Negri es que se infiere de su aceptación de la globalización como un proceso "definitivo e irreversible". Aún más, ambos autores se muestran convencidos de que es precisamente la realidad para ellos incuestionable de la globalización, con su inseparable secuela de la disolución de los estados como poderes normativos y ordenadores, la que crea el caudal creativo del que nacerá el comunismo. Y esta orientación de Imperio, que será con toda probabilidad para muchos su mayor virtud, constituye en mi opinión su debilidad crucial. De hecho, como al final intentaré explicar, la asunción de la descripción al uso de la economía "globalizada" en un nivel planetario lleva necesariamente a velar los mecanismos reales de explotación del ser humano. Ello no resta ni un ápice de valor a la obra de Hardt y Negri en cuanto provocadora de la discusión pública en torno a cuestiones que son de una enorme importancia para comprender el mundo en el que vivimos, de cuestiones cuyo esclarecimiento resulta vital para cualquier proyecto de transformación social. No me propongo, por esta razón, tanto una crítica de Imperio como, tomando a Imperio como base, abordar tales cuestiones, que empiezan a preocupar a miles de personas y que forman hoy parte de todas las tertulias, de todos los análisis sobre la realidad social que se publican y de todos los discursos de todos los líderes políticos. Semejante empeño me obligará a tener en cuenta, no sólo las opiniones expresadas por Hardt y Negri en su libro, sino también otras muy corrientes, e incluso las del más conspicuo divulgador del pensamiento de Toni Negri en España, Gabriel Albiac, que en ocasiones presenta lo que sólo él piensa como tesis del revolucionario italiano. Precisamente, la circunstancia de que Gabriel Albiac se haya mostrado tan entusiasmado con Imperio quizá no sea demasiado bueno para sus autores. Negri es un gran escritor y un revolucionario honesto, se compartan o no sus ideas, y no le hace ningún favor que Albiac le atribuya la intención de "reiniciar el marxismo desde cero" (El Mundo, 21-07-2001), cosa que ni es posible ni es necesaria, o que le califique como el "último pensador marxista" (El Mundo, 17-07-2001). Sin negar, desde luego, que Toni Negri sea un pensador marxista, que Gabriel Albiac crea que es ³el último² desvela de modo patético que el filósofo español carece de muchas lecturas.

La globalización y la ley de la gravedad
En los encuentros digitales de El Mundo, respondiendo a preguntas de los lectores del diario acerca de la globalización, Gabriel Albiac afirma que "no se puede estar en contra de la globalización como no se puede estar en contra de la ley de la gravedad". Resultaría injusto atribuir tal aseveración a la interpretación que Albiac hace del libro de Hardt y Negri. Toni Negri posee una formación marxista lo suficientemente sólida como para comparar ningún proceso social, económico, cultural o político con una ley física. Carece de sentido comparar la globalización con la ley de la gravedad, igual que sería una sandez asemejar el nacimiento de la manufactura en Europa al movimiento de los planetas en el sistema solar. La diferencia estriba en que las transformaciones sociales dependen de la acción de los seres humanos, y en consecuencia son susceptibles de orientarse en una dirección u otra por los mismos seres humanos, y la existencia de las leyes y principios físicos no.

Más que expresión del pensamiento de Toni Negri, la contestación de Albiac es el reflejo acrítico de una idea bastante vieja y característica de las clases dominantes. Por ello importa examinarla. Desde que existe la lucha de clases en la historia de la humanidad, las élites que han detentado el poder han tratado, usualmente con bastante eficacia, de convencer a los explotados de que el orden social por el que padecen es inalterable e independiente de la voluntad de los hombres, de que hay que aceptarlo tal cual es. Miles han sido las justificaciones a las que se ha recurrido a lo largo de los siglos para imponer la resignación a los pueblos: el dominio se legitimaba por las diferencias naturales entre unos seres humanos y otros, por los hados o porque así lo había determinado Dios. Solamente un cretino o un enajenado mental podía resistirse a una realidad que el hombre no podía modificar por la muy buena razón de que no había sido el hombre quien la había creado. Cuando la burguesía fue una clase revolucionaria en Europa occidental, sus miembros más inteligentes recurrieron a la ciencia, a la razón y a un materialismo groseramente mecanicista en sus versiones más extremas para desenmascarar las supercherías sobre las que se asentaba el Antiguo Régimen y los privilegios de una aristocracia podrida. Pero cuando esa misma burguesía conquistó el poder político, construyó una ideología conservadora que la protegiera contra nuevos cambios sociales: alcanzado el orden social que le convenía, se trataba de apuntalarlo. De aquí proviene la visión del sistema de producción capitalista y su mercado como una entidad autónoma sobre la que los seres humanos no pueden influir, y que desde luego no tienen capacidad de alterar. El mercado se convierte en una especie de persona, autorregulada, que por sí misma, por su propio movimiento ajeno a la acción humana, crea prosperidad, y las crisis económicas del capitalismo, con sus consecuencias de paro, pobreza y sufrimiento para los trabajadores, son fatalidades de las que nadie es culpable y que nadie podía haber evitado. La nueva ley universal que determina el movimiento es la ley de la oferta y la demanda, la nueva divinidad es el capital. Las relaciones personales entre los hombres se transforman en relaciones objetivas entre las cosas. Es lo que Marx describía como el "fetichismo de la mercancía" y la mixtificación que Paul Lafargue ridiculizó magistralmente en La religión del Capital. En el siglo XX, la depresión económica de finales de los años veinte y principios de los treinta, y la reforma keynesiana que la afrontó, provocaron la ruptura del dogma del mercado autosuficiente. Mas, en esencia, se ha seguido sosteniendo la convicción de que el mercado funciona por sí solo, aunque el Estado deba intervenir para corregir algunos de sus desajustes.

Una variante particular del fatalismo burgués es la filosofía positiva de August Comte y su concepto de "sabia resignación". Comte se enfrentó a lo que consideraba filosofías "negativas", aquellas filosofías críticas que negaban el orden existente, particularmente al racionalismo heredado de la Ilustración. A diferencia del liberalismo puro, abandonó la economía política como raíz de la teoría social e hizo de la sociedad el objeto de una ciencia independiente que tendría el mismo rango que cualquier otra ciencia física o natural. La sociedad, para Comte, estaría regulada por unas leyes inalterables de progreso que hacen que cada estadio de la historia avance de manera natural, sin convulsiones, a otro superior. Cualquier revolución supondría negar las leyes del progreso. Comte, de hecho, rechaza que el libre juego de las fuerzas del mercado pueda hacer por sí solo que la sociedad se desarrolle, y admite la necesidad de la acción práctica de reforma de los hombres. Pero, según él, las leyes del progreso forman parte de la maquinaria del orden establecido y la revolución es la negación de ese orden, lo cual impide el propio progreso. Parece significativo que Comte ya adelantara la idea de que el desarrollo humano transciende al Estado nacional soberano y que instituyese a la humanidad, a la unión de todos los individuos en la humanidad, como única realidad. Y es también de resaltar que los fundadores del positivismo en Alemania, Stahl y Schelling, y este segundo por encargo expreso de Federico Guillermo IV, tomaran como enemigo principal a derribar la dialéctica hegeliana por ver en su seno el germen de la subversión. No en vano advertiría mucho después Lenin de que todas las escuelas marxistas que han abandonado el objetivo de la revolución y se han inclinado por el reformismo han sustituido la dialéctica por las más variopintas formas de naturalismo o positivismo.

En la actualidad, la globalización viene a ser el nuevo orden que es inevitable aceptar para que la sociedad avance hacia una humanidad armoniosa y feliz. Se admite una regulación de hombres expertos en organismos internacionales que superan los límites estrechos y anticuados de los estados (por ejemplo, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o la OTAN). La necesidad de esta élite planetaria, que atesora en sus manos la responsabilidad de decidir por delegación de los pueblos del mundo -aunque a los pueblos nadie les haya preguntado-, coincide con los "sabios y valiosos dirigentes" que regirían el progreso ininterrumpido de la sociedad en la visión de Comte. Pero, en lo fundamental, es la dinámica absolutamente "libre" de los mercados la que garantiza el equilibrio y el camino hacia etapas de la historia gradualmente superiores. La globalización nace de la interpenetración de todos los mercados y de lo que se ha dado en llamar tercera revolución científico-tecnológica. Se trata de un proceso autónomo, que los estados no pueden regular ni controlar. Para los profetas del neoliberalismo, negar esta realidad es estéril, incluso francamente reaccionario, porque se trata de una realidad "definitiva e irreversible", el espacio en el que inevitablemente deberemos movernos de aquí en adelante.

Es una paradoja cómica que precisamente esos ideólogos del neoliberalismo que condenan la no-existencia a quienes osan resistirse a asumir su nuevo orden universal, hayan acusado con tanta vehemencia de fatalismo el pensamiento marxista. En toda la obra de Marx y de Engels, por el contrario, late la idea expresada en La Sagrada Familia de que "la historia no es sino la actividad del hombre que persigue sus objetivos", el lema prometeico de que es posible luchar contra los dioses y vencerlos. Es justo reconocer que no solamente los críticos liberales del marxismo han sostenido la percepción, errónea pero muy extendida, de que el marxismo constituye una ideología férreamente determinista. De sobra es conocida la formulación hegeliana y marxista de que la verdadera libertad reside en el conocimiento de la necesidad, concepto que en ambas procede de Spinoza. El deslizamiento de esa noción de la libertad hacia el fatalismo, o hacia un positivismo conservador, no es demasiado difícil, y se encuentra en la raíz de las construcciones reformistas del estilo de la de Bernstein. Pero para Marx y Engels afirmar que la libertad sólo existe sobre el conocimiento de la necesidad, significaba simplemente que no es posible hacer cualquier cosa en cualquier momento, porque el desarrollo de la sociedad responde a una causalidad que se puede investigar y la acción humana para la transformación de la realidad se opera sobre unas condiciones materiales que hay que intentar comprender. El marxismo es "determinista" estrictamente en esa medida. Ahora bien, de la misma forma, como la historia es obra de los seres humanos, son los seres humanos quienes tienen la capacidad de comprenderla y de cambiarla. Es este un aspecto de la teoría marxista que halla sus orígenes en el humanismo revolucionario de Michelet y de toda la Ilustración, que a su vez lo había heredado de Giambattista Vico.

En el terreno complejo de nuestros días, el marxismo debe rebelarse contra el fatalismo de los dueños del planeta y sus propagandistas. La globalización es un proceso histórico, como tal obra de los seres humanos y, en cuanto tal, comprensible y transformable. Su nacimiento no lo ha producido ni un incremento incontrolable y misterioso de los flujos de capital en la esfera internacional ni el avance tecnológico, sino un complejo de decisiones humanas que se pueden estudiar, que se pueden conocer y contra las que es posible organizarse y combatir. Son los hombres que se encuentran en la cúspide de la jerarquía social y política quienes deciden qué caminos toma la investigación científica y tecnológica según los intereses de la clase social a la cual representan, que evidentemente no son los intereses de la humanidad. Un ejemplo sangrante de ello lo constituye el hecho de que las grandes compañías farmacéuticas inviertan miles de millones de pesetas en la búsqueda de medicamentos para las dietas de adelgazamiento o para el embellecimiento corporal y gasten muy poco, en cambio, para paliar siquiera los efectos de enfermedades terribles que devastan poblaciones enteras en el Tercer Mundo. El mito tan en boga de las nuevas telecomunicaciones y de Internet no desmiente esta aseveración. Nadie niega las posibilidades de comunicación más ágil y eficaz entre los seres humanos en general, y entre los movimientos anticapitalistas en particular, que ofrecen. Sería estúpido oponerse a ellas y no utilizarlas. Pero la comunicación humana no nace de la tecnología, sino de la voluntad de comunicarse de las personas; la tecnología, sencillamente, sirve para facilitar las cosas. La tecnología, en suma, puede emplearse para mejorar las condiciones de vida de los seres humanos o para empeorarlas en interés de los privilegios de una minoría cada vez más ínfima -y más localizable, no menos-; todo depende de que los ciudadanos sigamos consintiendo que su administración continúe en las manos de una élite que actúa en provecho propio o de que se la arrebatemos en beneficio de toda la humanidad. Y ello vale tanto para las máquinas cuya influencia en el modo de producción analizaba Marx en El Capital como para Internet y la World Wide Web. Todo depende de que alcancemos la abolición de la propiedad privada sobre los medios de producción, de la propiedad privada que permite que una menguada porción de individuos tenga en sus manos la vida y la muerte de todos los demás. Cuando lo consigamos, la ley de la gravedad quizá siga siendo la misma.

Imperialismo o Imperio
En realidad, como ya ha quedado dicho, Michael Hardt y Toni Negri no consideran que la globalización sea inevitable en el sentido en el que lo son los procesos físicos de la naturaleza. Por el contrario, parten en su libro de la explicada noción marxista de que el desarrollo de la sociedad es obra de los seres humanos y de que son los propios seres humanos quienes pueden transformarla si la comprenden. Para ellos, ³la historia posee una lógica sólo cuando la subjetividad la dirige, sólo cuando -como decía Nietzsche- la emergencia de la subjetividad reconfigura causas eficientes y causas finales en el desarrollo de la historia². La trabazón dialéctica entre la libertad y la necesidad está enlazada a su vez de manera muy íntima con el esfuerzo que los dos autores realizan por comprender la realidad actual y con su propuesta de alcanzar el comunismo arrancando de esa realidad. Nada hay objetable en semejantes intenciones, salvo, quizás, el desmesurado peso que otorgan a la subjetividad sobre la realidad material, sobre la necesidad, según han resaltado en un trabajo muy reciente Juan Chingo y Gustavo Dunga. Pero el problema principal se centra, en mi opinión, en la aceptación, en aspectos transcendentales, de la descripción que la propia ideología dominante hace del proceso de globalización como válida, incluso como columna vertebral de la argumentación de Imperio. Esta aceptación del terreno de juego del adversario, permítaseme emplear la frase hecha, es la que conlleva el deslizamiento del marxismo a cierta índole de positivismo. Mas se trata de un tránsito oscurecido por una singular mezcla de izquierdismo y reformismo. El izquierdismo radica en la afirmación de que se hallan maduras las condiciones para la institución del comunismo, cosa que los autores sólo pueden asegurar tomando como datos de la realidad actual transformaciones que únicamente un proceso revolucionario aún pendiente podrá llevar a cabo, en particular en lo que se refiere a la disolución de los estados. En palabras de Wolfgang Harich, diríamos que se anticipa mentalmente el objetivo final, pretendiendo encontrarlo en el primer paso dado hacia él. El izquierdismo tiene un reverso de reformismo porque si se renuncia a destruir el terreno de juego, la invocación al comunismo lo será a un conjunto de reformas que ni el menos exigente de los socialdemócratas confundiría con lo que siempre hemos llamado comunismo, ni siquiera si se amplía ecuménicamente su espacio de ejecución desde el Estado-nación al conjunto del orbe.

Hay tres postulados esenciales que impregnan toda la obra de Hardt y Negri:

a) Consideran superada por el decurso de los acontecimientos la concepción clásica del imperialismo de Hilferding, Lenin o Rosa Luxemburgo, en el sentido de que se ha roto la tensión entre el centro y la periferia. Hardt y Negri no hablan de imperialismo, concebido por ellos como la extensión del Estado-nación fuera de sus fronteras, sino del "Imperio". Y con ello no aluden a la hegemonía de ninguna potencia imperialista concreta, sino a que ya no existe un centro identificable del poder, a que el poder, el Imperio "es un no lugar", que se reproduce interminablemente y de manera difusa en cada nivel jerárquico, en cada sitio, en red, de forma similar a como funciona Internet.

b) Los estados han dejado de poseer la capacidad de normar y regular el proceso económico y el fluido constante del Imperio.

c) Existe una nueva forma de organización del trabajo que ya no está basada en el adelanto por parte del empresario al trabajador de los medios materiales de producción. Por un lado, el trabajador lleva consigo sus propios medios de producción, que ahora son inmateriales, conformados en esencia por el conocimiento. Por otro lado, en la nueva forma de trabajo a que da lugar la revolución científico-tecnológica, el trabajador controla como nunca antes la totalidad del proceso productivo. Ambas cosas le ofrecen la posibilidad de apropiación de ese proceso productivo, o de la apropiación tecnológica en pro de su bienestar y del bienestar de la humanidad.

Los tres ejes responden a la descripción convencional de la globalización realizada por los especialistas y los columnistas de prensa más influyentes, incluso por algunos con tibios propósitos de reforma, pero que siempre aceptan el marco general del sistema como el cimiento insoslayable para el progreso. Esto no quiere decir necesariamente que sea una descripción por completo falsa. Todas las ideologías de las clases dominantes fabricadas a lo largo de la historia han tenido sus conexiones con el mundo real, explican en alguna medida las cosas tal como son, ya que de otra manera carecerían de eficacia en cuanto ideologías de dominación. Lo que ocurre es que escamotean la información comprometedora y arman la que ofrecen en un edificio de conjunto distorsionado que tenga la virtud de enervar la resistencia frente a él. Es plausible pensar, en consecuencia, que Hardt y Negri reordenan los datos reales de la ideología dominante para volverlos en contra de ella. Mi opinión, sin embargo, es que no es así; es más, creo que el resultado práctico final de su análisis es justo el opuesto, esto es, una justificación de fondo, si bien no deliberada, del sistema mundial de dominación de nuestros días.

Empezando por el primer postulado, el que define centralmente Imperio, es preciso advertir que se arma en un cuadro complejo, interrelacionado de forma estrecha con los otros dos. Para Hardt y Negri, el proceso de globalización emerge de la reestructuración capitalista iniciada a principios de los años setenta para responder a la crisis del modelo de producción desarrollista- keynesiano. Ellos ven como punto simbólico de ruptura, e incluso como "punto nodal en el siglo", mayo del 68, y en él dos hechos: las movilizaciones populares en Occidente y la guerra del Vietnam. Es entonces cuando se hace insostenible un modo de producción que se basa en la gran industria -con su disciplina de la fuerza de trabajo: el fordismo y el taylorismo-, la intervención cada vez más intensa del Estado en la regulación de la economía, la homogeneización de la clase obrera asentada en la baja cualificación -el "obrero masa"- y un creciente gasto público destinado de manera importante a la asistencia social como medio de reproducción de la fuerza de trabajo y también de normalización y contención del antagonismo de clases. A principios de los años setenta todo el sistema viene a desmoronarse. Las demandas en aumento de la clase obrera, organizada sindicalmente, obligan a incrementos continuos de gasto público y el sistema intensivo de producción agota gradualmente a su vez la reserva de mano de obra en el Primer Mundo provocando una fractura en el proceso de acumulación capitalista al tiempo que una crisis económica en el Estado, una "crisis fiscal del Estado", según la definió O´Connor: o se entra en ciclos crónicos de inflación o se hunde la tasa de beneficios empresariales o ambas cosas a la vez. Para mantenerse, el capitalismo se reestructura, y lo hace derribando todas las barreras a los movimientos de capitales y a la integración de los mercados y, sobre todo, por medio del avance tecnológico. Se irá sustituyendo un modelo que se soporta fundamentalmente en la producción material por otro en que la producción inmaterial y flexible, en equipos, con mayor implicación de los trabajadores en la tarea productiva -la propuesta de "calidad total" de Ramiti o el toyotismo- va adquiriendo mayor importancia. Las tecnologías de la comunicación, la informática y la cultura pasan a ser prioritarias.

Esta visión no es exclusiva de Hardt y Negri en la izquierda. Muchos otros autores la comparten. Aparece en nuestro país, por ejemplo, con un grado considerable de desarrollo, incluida la teoría de la crisis del Estado-nación, en el Manifiesto del PCE para la izquierda aprobado en el XIII Congreso de este partido político. Pero ahora, a diferencia de otras elaboraciones similares en la izquierda y de las elaboraciones pasadas del propio Toni Negri, las dinámicas apuntadas se generalizan hasta alcanzar la explicación de la génesis de una nueva economía y sociedad mundiales, un nuevo mundo. La tercera revolución científico-tecnológica habría provocado una integración creciente de la economía mundial, con flujos incontrolados de capitales a escala planetaria y globalización de los mismos mecanismos de dominación. Las élites dominantes se habrían ido fusionando en una única élite mundial, difusamente distribuida por doquier en un sinnúmero de puntos o nudos de poder, en red, como sucede con Internet. Ya no hay un imperialismo de una potencia principal, como antes era identificado EEUU, porque la oligarquía norteamericana viene a ser la misma que la de cualquier país del Tercer Mundo, cuyos miembros invierten sus ahorros en Wall Street y disfrutan de una vida social y culturalmente igual a la de los tiburones de las finanzas de Nueva York. Del mismo modo, no hay distintas clases obreras pertenecientes a países del centro o la metrópoli separadas de otras de la periferia, sino que todas ellas vienen a hermanarse en una única multitud mundial. No existen grandes diferencias, resaltan Hardt y Negri, entre la clase obrera de cualquier país de América Latina y la de Washington, por ejemplo. A ello se une la incorporación a las sociedades occidentales de cada vez más trabajadores inmigrantes, que se convierten en motor de cambio social tanto por la agudización de las contradicciones que entraña su sobreexplotación como por el mestizaje cultural y social que aportan. En resumidas cuentas, no hay potencias imperialistas dominantes, sino un solo fluido imperial que anega toda la Tierra. Se diluye la separación entre el Primer y el Tercer Mundo, porque la pobreza del tercero también está en el primero y porque sus élites forman una única élite con la del centro imperial. El "Imperio", así planteadas las cosas, "es la forma política del mercado mundial, es decir, el conjunto de armas y medios de coerción que lo defienden, instrumentos de regulación monetaria, financiera y comercial, y por último, en el seno de una sociedad mundial biopolítica, el conjunto de los instrumentos de circulación, de comunicación y de lenguajes... el Imperio es el mando ejercido sobre la sociedad capitalista mundializada". No es que una de las potencias imperialistas, previsiblemente EEUU, se haya convertido en potencia imperial mundial, es que una clase dominante mundial organiza el poder sobre una economía globalizada, por que el Imperio se constituye "como un orden global, una nueva lógica y estructura de gobierno, en breve una nueva forma de soberanía que acompaña a los mercados mundiales y al circuito mundial de la producción". Toda la competencia capitalista entre estados por la supremacía mundial se disuelve en el "orden global". El entramado institucional que la clase dominante crea para la nueva "soberanía" son las instituciones internacionales, el FMI, el Banco Mundial o el G-8, entendiendo que éstas "no se vuelven importantes en la perspectiva de la constitución jurídica supranacional sino cuando se las considera dentro del marco de la dinámica de la producción biopolítica del orden mundial". El hecho de la globalización es "definitivo e irreversible". De lo que se trata es de que la multitud mundial desposeída arrebate el mando; evidentemente, en ello consistiría la revolución. Por fin, en cierto modo, habría un único cuello que cortar para acabar con la explotación. El problema, en el modelo de Hardt y Negri, es que ese cuello también tendría un número prácticamente infinito de yugulares.

Necesario es aclarar que los autores no aseguran que ya sea así la realidad. Admiten la importancia de la hegemonía norteamericana. Pero, por un lado, esa hegemonía se halla también atravesada por otra serie de poderes que son fundamentalmente multinacionales y, por otro lado, Hardt y Negri se preocupan de puntualizar que ellos definen tendencias, aunque aún no estén por entero culminadas.

Hacia la tiranía del gran Imperio
¿Cuál es la dificultad del modelo explicativo de Hardt y Negri? Simplemente, que los hechos lo desmienten, ajustándose por cierto bastante más a la concepción leninista del imperialismo, aunque hoy resulte de mal tono decirlo, que a la del Imperio difuso y ubicuo, o sin lugar. En la concepción leninista del imperialismo que defiendo también es conveniente, como en el modelo de Hardt y Negri, introducir algunas prevenciones. Por supuesto, no funcionan hoy las cosas exactamente como las describió Lenin -o Hilferding, Bujarin, Rosa Luxemburgo y otros autores tal vez con mayor consistencia teórica que Lenin-, pero los mecanismos de explotación continúan siendo básicamente los mismos. En segundo lugar, también en esta explicación se definen tendencias. La persistencia de las luchas interimperialistas no invalida el desarrollo argumental ni niega el hecho de la creciente concentración de la riqueza y la vocación de la potencia imperialista hegemónica a transformarse en Imperio absoluto. En el movimiento de concentración, subsisten avances y retrocesos y cambios que contradicen la tendencia general, sin por ello suprimirla; sin embargo, la dinámica de desequilibrios, terror, ira popular e irracionalidad puesta en marcha puede perfectamente hacer estallar el conjunto del sistema antes de que la concentración absoluta, el Imperio central único llegue a culminar, y éste es el desenlace más probable. En tercer lugar, la concepción leninista del imperialismo debe inevitablemente compartir con la de Hart y Negri la exposición de algunos procesos nuevos que son reales, y ello a pesar de las diferencias de raíz entre ambas. En cuarto lugar, en la exposición de las raíces del imperialismo hay notables diferencias entre autores como Hilferding, Lenin, Trotsky o Rosa Luxemburgo, lo que hace que en cada interpretación se vuelque el peso argumental sobre la imposibilidad de acumulación capitalista ilimitada o de realización de la plusvalía -Rosa Luxemburgo- o sobre el principio del desarrollo desigual y combinado -Trotsky- o bien sobre el capital financiero -Hilferding, Lenin-. No obstante, tienen todos ellos de común los elementos de fondo que Hardt y Negri impugnan, y en ese sentido las unifico bajo el nombre de leninistas, dado que con su nombre se han identificado popularmente por razones evidentes de preponderancia política. Reconozco que con ello cometo una injusticia manifiesta, ya que la autoridad política no supone ni mucho menos ningún tipo de superioridad teórica. Por último, la concepción leninista rompe simultáneamente con el modelo de Imperio y con las construcciones teóricas convencionales de la globalización de los ideólogos del sistema. En esencia, seguimos hablando de imperialismo, lo que, como es obvio, no quiere decir que se afirme que el imperialismo de hoy sea igual al de ayer, que se nieguen los cambios, pero no admitimos la existencia de la misma globalización como un proceso estructural. Sostengo que la globalización, tal como se la define, es una construcción mítica.

Teniendo presentes las prevenciones, ¿en qué desmienten los hechos el modelo explicativo de Hardt y Negri?

Hardt y Negri no comprenden el verdadero significado del final del modelo de desarrollo de la postguerra que se produce a principios de los años setenta. En las postrimerías de los cuarenta, terminada la Segunda Guerra mundial y paralelamente a la creación de las Naciones Unidas, se inaugura en Bretton Woods un sistema de control público de los flujos financieros internacionales por los bancos centrales de Occidente basado en la convertibilidad del dólar en oro y en la capacidad de los gobiernos para modificar los tipos de cambio con el fin de frenar procesos de crisis económicas. Los padres intelectuales del sistema fueron los economistas Keynes y Dexter White1, aunque la teorización más completa de lo que se ha convenido en llamar modelo "keynesiano" tal vez se deba a Michal Kalecki, quien completó lo que eran estrictamente ideas de Keynes con sugerencias que él había hallado aún con escaso desarrollo en los escritos de Marx. El entramado institucional que gobernaba el edificio económico lo conformaban el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Mundial (BM) y el Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT).

Es evidente que el predominio, en la cúspide del sistema, correspondía a EEUU, triunfador principal de la gran conflagración mundial, y también que se ordenaba un bloque económico y político dominante a escala planetaria en Occidente con los tres pilares de Norteamérica, la Europa capitalista y Japón. También lo es que el proyecto cosmopolita y multilateral de las Naciones Unidas se adulteraba radicalmente por los mecanismos jurídicos que, sobre todo a través de su Consejo de Seguridad, garantizaban siempre el mando político a las grandes potencias. Por supuesto que el engranaje socioeconómico continuaba fundamentándose en los antagonismos de clase, la obtención capitalista de plusvalía y la propiedad privada sobre los medios de producción, lo cual nada tenía que ver con el socialismo. Y ello era así, a pesar de que en cierta época comenzase a estilarse entre los economistas keynesianos decir que su modelo de desarrollo no era propiamente capitalista, sino más bien una especie de mezcla de capitalismo y socialismo. Pero al menos hay que reconocer que, siquiera entre los estados del bloque capitalista dominante, operaba cierto nivel de cooperación internacional que suponía a su vez unos límites multilaterales a las decisiones unilaterales de Washington. En política económica interior era un modelo de gran acumulación de capital y enorme productividad industrial, con un sector público sòlido e intervencionista y con un considerable volumen de gasto público destinado a bienestar social. Naturalmente, no se trata de que los gobernantes de la postguerra fuesen más benévolos que los actuales; simplemente, establecían mecanismos preventivos para evitar nuevas depresiones como la que estuvo a pique de hundir el capitalismo occidental en la década de los treinta por una contracción drástica del consumo. Y había además otras dos razones muy influyentes para que los representantes de las oligarquías económicas asumieran un nivel mínimo de autocontrol. Una era la pujanza del movimiento obrero y otra la amenaza comunista, el temor a que una Europa occidental empozada en la miseria y la desesperación tras un horrible conflicto bélico fuese el fermento de una serie de revoluciones socialistas en cadena. Correlato del esquema de controles de Bretton Woods fue, de este modo, el famoso proyecto norteamericano de desarrollo económico de Europa occidental conocido como Plan Marshall. La otra cara de la moneda era la intervención militar de EEUU y la carrera armamentista. Aunque, en buena medida, durante la Guerra Fría se recurría al espectro de la amenaza soviética para justificar el control de la resistencia popular en la misma Norteamérica y para frenar el desarrollo del movimiento obrero en Europa -el maccarthysmo y el robo al menos en una ocasión del triunfo electoral del Partido Comunista Italiano con la amenaza concreta de invasión militar por las tropas de la OTAN son dos ejemplos significativos de ambas cosas; todo ello condimentado con el deporte preferido de la Casa Blanca de derribar democracias en América Latina por la fuerza para salvaguardar sus intereses económicos y estratégicos-. En el conjunto resultante, de cualquier manera, la centralización imperialista se veía constreñida por ciertos controles multilaterales, interiores y exteriores, por su propia necesidad de sostenimiento del sistema; y la expansión de EEUU se encontraba además limitada por el contrapeso determinante de la URSS.

El esquema de regulación pública de los movimientos de capital de Bretton Woods fue aniquilado unilateralmente por la Administración norteamericana de Richard Nixon con el respaldo del Reino Unido a principios de los setenta. Nixon decidió terminar con el modelo de convertibilidad del dólar en oro en la medida en que establecía límites para la economía estadounidense y para las decisiones de política económica de su gobierno. El estímulo inicial de tan transcendental cambio pudo venir, con seguridad, por la urgencia de sofocar el creciente décifit del Tesoro estadounidense, causado como consecuencia de una gestión económica militarizada y desastrosa y de la criminal guerra del Vietnam, y por el temor de que un mayor desarrollo productivo de Europa occidental y de Japón pudiese llegar a dejar a la economía de la gran potencia en un lugar subordinado. Hoy hay pruebas que avalan la teoría de que la elevación de los precios del petróleo por la OPEP y la subsiguiente crisis energética pudo estar alentada por Washington con el fin de imponer a sus aliados europeos la decisión de liquidar los controles de los flujos de capitales, al tiempo que se debilitaban sus economías y se facilitaba el dominio sobre sus bancos centrales de la banca privada angloamericana, a la que fue a parar la parte del león de los excedentes de capital generados a las élites de los países productores de petróleo. En aquel momento, la estrategia de Nixon no fue unánime en la élite de EEUU; se suscitaron tensiones que afloraron en las deliberaciones de la Comisión Trilateral y en el cambio de rumbo imprimido por la posterior Administración Carter. No voy aquí a detenerme en los detalles del proceso de la crisis de los años setenta; es conocida la explicación clásica y esencialmente correcta que aportó Ernest Mandel. Lo que me importa hacer retener es que la finalización del sistema de Bretton Woods supuso la supresión de límites a la capacidad de tomar decisiones de política económica unilateralmente por el gobierno de EEUU, en la medida en que la liquidación de los controles monetarios otorgaba el predominio absoluto al dólar frente a cualquier otra divisa, y el inicio de una estrategia cada vez más agresiva de expansión mundial norteamericana. También importa resaltar que la opción de la Administración Nixon y la posterior reestructuración capitalista no fue la única alternativa posible bajo ningún razonamiento económico ni desde luego la más eficaz; fue una opción de política de dominación que abrió un proceso económicamente cada vez más insostenible.

El nuevo periodo, tras los primeros años setenta, ha sido llamado por Peter Gowan el sistema de dominación de Wall Street, o bien Régimen Dólar-Wall Street. Éste se ha caracterizado por el incremento de los flujos financieros internacionales exclusivamente especulativos, esto es, sin relación alguna con la producción real, y por la imposición ideológica en casi todo el planeta de la doctrina neoliberal de la libertad de mercado. Ahora bien, es conveniente que no confundamos lo que los propagandistas del neoliberalismo dicen de su sistema económico con lo que realmente es; es importante que no tomemos la propaganda como la verdad. No existe un único mercado financiero global e integrado, sino la creciente influencia del mercado financiero estadounidense sobre los demás mercados financieros nacionales del mundo. La supresión de controles públicos sobre los movimientos de capital, la ley de la selva internacional, lo que hace es reforzar el dominio del más fuerte, como la mayor productora de películas del oeste de la Tierra sabe perfectamente. En el siglo XIX, la burguesía empleaba la falacia de que la inexistencia de regulación estatal de las relaciones laborales garantizaba la libertad de contratación entre los empresarios y los trabajadores, pero el movimiento obrero era consciente de que sin protección social por el Estado lo único que se garantizaba era el predominio absoluto del capitalista. En la esfera económica internacional hoy sucede algo similar, salvando todas las distancias; la desregulación de los mercados de capitales no mengua la capacidad de intervención del más poderoso, del de EEUU, sino justo al revés. Por eso, precisamente, fue esa la decisión que se tomó.

A lo largo del último cuarto del siglo XX, las sucesivas administraciones norteamericanas han persistido en una política de dólar fuerte y reiteradas elevaciones de tipos de interés para garantizarse la afluencia de capitales, preferentemente procedentes de actividades corruptas, y han reforzado su estrategia de toma por asalto de otras economías nacionales, todo ello dentro de una cadena de tácticas de expansión cuyos fallos se han cargado en las costillas de su clase trabajadora y de la de otros países. Por otra parte, se ha combinado la apertura de otros mercados con el fin de que dejaran vía libre a la voracidad de las multinacionales de EEUU con un férreo proteccionismo en la propia economía de la potencia imperial. Ejemplos de esto último, que tiran por tierra la falacia del mercado libre y la ³competitividad², los hay por decenas -así, las severas medidas proteccionistas adoptadas por la Administración Clinton para preservar a los cultivadores de Florida de la competencia con los tomates mexicanos, más baratos y de mayor calidad, o las medidas llevadas a cabo por la Administración Bush junior con objeto de blindar su ineficiente industria siderúrgica nacional de las acometidas de la brasileña, o, hace bastantes más años, la denominada "guerra del café soluble", magistralmente descrita por Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina-. En definitiva, hablamos de mercados ³libres² para los pobres, para que las multinacionales de los países ricos puedan comprar -o robar- a placer las empresas públicas previamente privatizadas de los países subdesarrollados, y, sin ninguna duda, proteccionismo para los ricos en los momentos y las áreas que les convenga.

El papel desempeñado en este tiempo por los organismos internacionales, el FMI y el BM, se ha modificado sustancialmente. Al principio, los propios EEUU los arrumbaron por considerarlos inútiles en su nueva estrategia. Pero la Administración Reagan descubrió que podían ser aprovechados con grandes beneficios si se mudaba su naturaleza. De esta manera, han pasado a ser organismos auxiliares del imperialismo estadounidense, y en medida menor y subordinada del europeo occidental, para abrir las economías que convenía. Sus funciones se han transformado en casi las contrarias que las que se les asignaba en el periodo de postguerra. El FMI y el BM intervienen las economías que han entrado en crisis, por lo general inducida antes por las potencias imperiales, para ejercer el chantaje de ofrecer grandes sumas de salvamento a cambio de una completa reestructuración interior -privatización, desprotección laboral, supresión de gastos sociales, etc- que permita la adquisición de todos sus sectores estratégicos y vitales por las transnacionales del centro, al tiempo que el país se sume en el desempleo, la miseria y la desesperanza. Este fue el diseño del deletéreo círculo de la deuda externa: préstamos a los países pobres por los industrializados, con intereses usurarios de devolución que encadenaban de forma irremisible sus frágiles economías. El llamado Plan Baker, proclamado hacia la mitad de los ochenta como la genial solución para la crisis de la deuda, en realidad suponía la imposición de una reestructuración a fondo de los sistemas de relaciones económicas y sociales de los países afectados para adaptarlos a los intereses de las multinacionales y los bancos occidentales. Ninguno de los organismos internacionales pueden considerarse nada parecido a un gobierno mundial; son meros agentes del poder imperialista norteamericano, y subsidiariamente europeo. La prueba es que EEUU ha incumplido cada vez que le ha venido en gana los acuerdos de los foros económicos y políticos internacionales sin otra consecuencia que tibias y patéticas reconvenciones de sus socios europeos o quejas lastimeras del secretario general de las Naciones Unidas. Hay dos ejemplos pavorosos de ello. El primero es el unilateral bloqueo al que la potencia imperial viene sometiendo desde hace más de tres décadas a Cuba, un bloqueo que tras la Ley Helms-Burton conlleva la implantación de severas restricciones al comercio con la isla de empresas y personas de terceros países y que hace añicos toda la demagogia acerca del libre comercio. El segundo es la actuación de EEUU tras el golpe de estado que derrocó el gobierno de Aristide, el primer gobierno democrático de la historia de Haití. La Organización de Estados Americanos declaró el embargo a la dictadura militar constituida por los golpistas, pero EEUU lo boicoteó con pasmosa tranquilidad, llegando a autorizar en secreto que la Texaco Oil Company abasteciera generosamente al régimen criminal. Cuando se restituyó el gobierno de Aristide, se hizo con la condición de que abandonara sus pasados proyectos de reforma democrática y cumpliera al pie de la letra el programa político dictado por Washington. Hay otros muchos ejemplos. En tales condiciones, sugerir que EEUU ha perdido su carácter de principal potencia imperialista es, en el mejor de los casos, una broma, y de muy mal gusto.

En los últimos veinticinco años, el resto del mundo ha ido acoplándose de muy diversas formas a la nueva estrategia de expansión norteamericana. El modo en que ese acoplamiento se ha ido realizando en los otros dos bloques económicos más importantes refuerza el poder de EEUU. En Europa occidental se inició un proceso de unión monetaria liderado por Alemania, asentado en la liberalización de los flujos financieros, el predominio del capital especulativo y la prioridad otorgada en política económica al logro de la inexistencia de déficit público y al mantenimiento de una baja inflacción, lo que se ha traducido en reducción de salarios, despidos, privatizaciones, pérdida de derechos sociales y debilitamiento del movimiento obrero.

Paralelamente, se ha tendido a explotar en la esfera internacional el propio sistema de libre mercado para que las multinacionales europeas coexistan con las norteamericanas en países dependientes. Este ha sido el caso del aterrizaje de empresas españolas, sobre todo de telecomunicaciones, en los mercados de América Latina. El proyecto de moneda única, con un sistema de tipos de cambio fijos sin el soporte de un verdadero plan de armonización económica, política y social, hace tiempo que genera choques entre los diferentes gobiernos de la Unión Europea y entre sus distintas élites empresariales y está abocando a la zona a un callejón sin salida. Los rasgos fundamentales del fiasco de la unión monetaria se encuentran excelentemente descritos en el trabajo de Pedro Montes La historia inacabada del euro. Anula, de cualquier manera, atisbo alguno de que Europa pueda contraponer nada a la hegemonía norteamericana. El caso de Japón es diferente. El "milagro económico" japonés estuvo cimentado en la vulneración consciente del catecismo neoliberal, esto es, en un fortísimo intervencionismo estatal sobre la economía. Las élites empresariales niponas, a diferencia de las europeas, trataron de superar el declive de mediados de los ochenta con una estrategia de exportación de capitales productivos hacia Asia oriental y sudoriental. Ello dio lugar a un área de intenso desarrollo productivo cuya competencia desde el primer momento preocupó a los tecnócratas del Pentágono. Desde hace años se ha desatado el pánico por la caída en picado de la economía de la zona, sin embargo, comenzando por Corea del Sur y contagiándose después a Tailandia e Indonesia hasta llevar a la bancarrota a todo el espacio de influencia de Japón. Aún no está determinado el peso exacto que la acción de cerco de la Administración Clinton tuvo en el desencadenamiento de la crisis asiática, con la permanente apreciación del dólar frente al yen y la alianza quizá no coyuntural del Departamento del Tesoro estadounidense con gigantescos agiotistas que por medio de multimillonarias inversiones en capital especulativo derriban monedas de países soberanos, los conocidos como hedge funds, una especie de nuevos piratas.2 Sea cual fuere su incidencia, lo cierto es que la crisis ha empezado a penetrar en Europa y, en cambio, ha permitido a los inversores estadounidenses apropiarse de gran parte de las empresas de la región, con la ayuda inapreciable de la entrada en escena del chantaje del FMI.

Interesa también reparar en el destino que han sufrido las sociedades de Europa del Este tras el colapso del bloque soviético. A estas alturas, no deberíamos creernos la narración oficial en Occidente de la caída de los sistemas de socialismo real como consecuencia de movilizaciones populares que suplicaron a gritos la implantación en sus países de la feliz "economía de mercado". El hecho es que la zona de Europa oriental ha pasado a engrosar la multitud de comunidades dependientes y explotadas por las oligarquías del norte. Aquí no se ha puesto en marcha ningún plan de desarrollo regional como se hizo en Europa occidental después de la Segunda Guerra mundial, porque los intereses son otros; no se trata de alcanzar un grado aceptable de bienestar y estabilidad para frenar la tentación revolucionaria, sino de apoderarse de sus recursos, comprar sus empresas estatales privatizadas y dejar a sus poblaciones sometidas bajo el latrocinio de un capitalismo corrupto y criminal de casino. La manera descarada en que se ha consentido e incluso animado la vulneración de los más mínimos principios democráticos indican el grado de hipocresía del cuento de hadas que nos contaron de la heroica victoria de la libertad sobre las dictaduras stalinistas. Los regímenes del Este de Europa no se habrían derrumbado tan estrepitosamente como lo hicieron de no ser por su propio pudrimiento interno. En el origen de su quiebra nacieron movimientos ciudadanos que aspiraban a construir sociedades democráticas. Pero el proceso de conjunto no ha tenido nada que ver con ello, sino con la restitución de la zona a su situación de principios de siglo XX de región dependiente del imperialismo occidental. En especial en Rusia se lleva jugando un juego extremadamente peligroso desde finales de los ochenta. Se ha respaldado el poder criminal del zar dipsómano Boris Yeltsin hasta el punto de legitimar fraudes electorales monstruosos y de someter a presiones económicas brutales al pueblo ruso, de nuevo ejecutadas por el FMI como organismo auxiliar de EEUU, con el fin de evitar el triunfo en las urnas del Partido Comunista. Se ha aplaudido el asalto a cañonazos del parlamento en 1993. Finalmente, un cierto nivel de nacionalismo económico del nuevo gobierno de Putin, imprescindible hoy en día para cualquier ejecutivo ruso, fuera del color que fuese, que no quiera verse arrollado por la ira popular, está siendo castigado con la formación de un cordón de control incorporando a la OTAN a los estados de su entorno, principalmente a Polonia y Ucrania. Entre los objetivos prioritarios del Pentágono se hallan, evidentemente, los recursos energéticos de gas y petróleo de Siberia. Resulta inevitable que Rusia tome estas tácticas de asedio y exclusión como lo que son, una amenaza, y que busque estrategias y alianzas de defensa que, en el caso de un gobierno del sello político del de Putin, pueden ser fácilmente militares. La Unión Europea se ha visto desbordada por los acontecimientos. El bombardeo de Yugoslavia por la OTAN ha trasladado el centro directivo de la geopolítica europea a la Casa Blanca. EEUU juega su partida de ajedrez en Europa, sin importarle las consecuencias; nosotros tenemos el volcán en la puerta de casa.

Hasta ahora, he dejado al margen la evaluación del expansionismo militar de EEUU, elemento cardinal del imperialismo. En el terreno militar, el dominio norteamericano alcanza cotas monstruosas, sometiendo a su férula terrorista a la totalidad de los países del planeta. Es un terreno en el que los hechos y su significado son tan claros que no es preciso detenerse mucho en ellos. Las guerras de Irak, primero, y de Yugoslavia, después, han demostrado que EEUU no tiene que preguntar absolutamente a nadie para masacrar un país que se interponga en su expansión. En el mejor de los casos, los aliados europeos son consultados después de ejecutadas las acciones de guerra, o sencillamente reciben órdenes. En su última cumbre, celebrada en Washington en 1999, la OTAN se ha atribuido a sí misma el derecho a intervenir en cualquier lugar de la Tierra cuando así lo decida sin tener que consultar con las Naciones Unidas y se han centralizado las tomas de decisiones para evitar incluso las mínimas disensiones que pudiesen suscitarse en el interior de la Alianza. El descabellado proyecto de Escudo Antimisiles de Bush junior se ha impuesto unilateralmente, sin detenerse en los riesgos que entraña, ante la perplejidad del mundo entero. El militarismo norteamericano se halla hondamente inscrito en el proceso de acumulación capitalista de la gran potencia. La fundamentación histórica más completa de ese significado económico de la guerra la dio, a principios de siglo XX, Rosa Luxemburgo.

En conclusión, la realidad, en las dos últimas décadas, corre en el sentido exactamente contrario al que Hardt y Negri suponen en su libro. El poder de EEUU, durante los años de la Guerra Fría, aún siendo dominante, sufría ciertos límites: el contrapeso de la Unión Soviética, el sistema de mínima cooperación multilateral de Bretton Woods en el bloque occidental y el desarrollo de un poderoso movimiento obrero. Desde los años setenta, la hegemonía no ha tendido a hacerse menor sino mucho mayor. Podríamos decir que, si se está levantando algo que pudiera llamarse "Imperio", ése sería el que representa el imperialismo norteamericano, que propende a ser absoluto. La tozudez con que los autores de Imperio niegan el conjunto de hechos relatados con el fin de mantener el esqueleto de su sistema teórico les precipita en el absurdo más estremecedor. Incapaces de explicar el reforzamiento del poder imperialista norteamericano y el ahondamiento de su expansión criminal, llegan a la alucinante conclusión de que ello ha sido posible precisamente por la fortaleza del proletariado de EEUU, fortaleza que se basa nada menos que en la debilidad de sus organizaciones políticas de izquierdas y sindicales. Claro que el enfado que cualquier lector de izquierdas puede sentir al leer semejante disparate les mueve a reconocer, prudentemente, que se trata de una conclusión "paradójica". No obstante, la aseveración es inequívoca. "En contra del lugar común que afirma que el proletariado norteamericano es débil por su baja representación partidaria y sindical en comparación con Europa y otros lugares, tal vez deberíamos verlo fuerte por esos mismos motivos...", ergo "...la hegemonía de EEUU está realmente sostenida por el poder antagónico del proletariado de EEUU".

Fuera de esas originales acomodaciones de la realidad a los requerimientos de la teoría del autonomismo, ninguno de los elementos expuestos por Hardt y Negri niega el movimiento general del periodo actual. La compenetración entre las élites del Tercer Mundo y las del Primero es un viejo procedimiento de la expansión imperialista. El expolio de metales preciosos y otros recursos naturales de América Latina por el imperialismo español de los Austrias -al que Pierre Vilar, parafraseando a Lenin, llamó "fase superior del feudalismo" y que, como es sabido desde Quevedo, propició el estancamiento de nuestro país y el desarrollo capitalista de sus acreedores europeos- necesitó generar una estructura de clases en la que las élites del Nuevo Mundo estuvieran objetivamente interesadas en el subdesarrollo de sus tierras, a cambio de gozar los privilegios de las élites de la metrópoli. La cuestión es dónde se sitúan los centros de decisión, y éstos siguen hallándose en el Norte, con una concentración que aumenta, no disminuye, en Europa occidental y sobre todo en EEUU. La presencia de cada vez más trabajadores inmigrantes en las sociedades industrializadas es un síntoma de la explotación más y más descarnada del Tercer Mundo, no de lo contrario, lo que no obsta para que se trate de un fenómeno de inmenso interés, con enormes potencialidades para la transformación social si la izquierda actúa correctamente.

Por lo que se refiere a la tercera revolución científico-tecnológica, también las noticias de Hardt y Negri andan demasiado retrasadas. Cualquiera que siga con un poco de atención la prensa sabrá que la gran revolución tecnológica de la informática y las telecomunicaciones que se alababa en todos los artículos de análisis hace años ha estallado como una pompa de jabón y está fracasando estrepitosamente como sustitutivo de sectores tradicionales -industrial, bancarios, aseguradoras, petroleras y farmacéuticas-, que de nuevo emergen. En España, por ejemplo, este año la industria automovilista vuelve a batir, por segundo año consecutivo, record histórico de producción. La incidencia de la informática en el conjunto de la economía ha sido prácticamente insignificante, salvo en lo que se refiere a la fabricación de ordenadores, utilizados como reposición de otros medios de producción obsoletos o de otros ordenadores ya anticuados, es decir, nada que ver con la producción abstracta e inmaterial. En un trabajo reciente, James Petras ofrece unas cuantas cifras demoledoras al respecto, como que el periodo de máximo progreso técnico del siglo XX, manifestado en el crecimiento anual de la productividad de múltiples factores, fue en el periodo de 1950 a 1964, cuando alcanzó aproximadamente un 1,8%, y el de menor progreso, el de 1988 a 1996, alrededor de un 0,5%. Es decir que la tercera revolución científico-tecnológica parece no haber existido. James Petras incluso se pregunta si no se habrá tratado de un "fraude promocional masivo".

La metáfora, tan querida de Hardt y Negri, de comparar el fluido difuso del Imperio con Internet no es muy feliz, ni conceptual ni literariamente, porque no describe en absoluto los verdaderos rasgos del imperialismo actual, centralizado de manera creciente, y porque la propia red hace tiempo que ha principiado a dejar de ser lo que era. Internet nació en el seno del Estado, igual que la informática como tal, cuyo origen debe mucho al ejército, en especial a los cada vez más complejos métodos de codificación y descodificación de mensajes cifrados entre los servicios de espionaje de los gobiernos en la Guerra Fría.3.El descubrimiento de Internet obligó a invertir importantes sumas de dinero público, cuyos beneficios ahora se han transferido a empresas privadas que han pasado a explotar la red en régimen de oligopolio. Su gestión por el Estado, y sometida a la supervisión democrática de la ciudadanía, supondría la inauguración de un área de libertad de expresión y comunicación con posibilidades asombrosas. Las empresas privadas, sin embargo, ya llevan tiempo diseñando empalizadas técnicas para que los usuarios cada vez dispongan de menos resquicios para escapar de las sendas y los lugares de visita marcados cuando acceden a Internet. Mientras tanto, el Estado emplea sus facultades coactivas para reprimir, también en la red, los mensajes disidentes, como ocurrió recientemente con nodo.50..En fin, lo de siempre, también aquí son la lucha de clases y las condiciones materiales de producción las que determinan el uso que se haga de Internet y no al revés.

Durante los años de la Administración Clinton se ha abierto una fase de neomercantilismo, reforzada por Bush junior, caracterizada por la adopción de medidas fuertemente proteccionistas de la cada vez menos solvente industria norteamericana, el desplazamiento de los competidores europeos en los mercados dependientes -en América Latina sobre todo; ése es el objetivo prioritario del ALCA, el Área de Libre Comercio de las Américas-, la toma de decisiones políticas unilaterales para maximizar las ventajas comerciales y un militarismo cada vez más agresivo. Ya algunos comentaristas han advertido que la política de dólar fuerte debilita sin cesar la capacidad de competir de la industria de EEUU, pero el Departamento del Tesoro insistirá en ella porque la necesita para garantizarse la afluencia de capitales a su poderoso sector financiero. No existe, de hecho, ninguna racionalidad en el conjunto del sistema. Las opciones que se tomaron en los años setenta no eran ni las únicas posibles ni las mejores. Se pudieron emplear los múltiples excedentes generados en mejorar las condiciones de vida de las sociedades más deprimidas, por ejemplo, y esa habría sido además una decisión económicamente racional. Pero entonces el capitalismo habría dejado de ser capitalismo, como en su día escribió Lenin cuando se le sugirió una posibilidad similar. La globalización no es ningún proceso inevitable; nace de un conjunto de decisiones irracionales de las clases dominantes que están llevando a la economía norteamericana a un círculo vicioso, han desatado zafarranchos en cadena entre las oligarquías europeas, han hecho rodar por el precipicio la economía japonesa y abocan a la humanidad a la catástrofe. No se ha creado más integración en el mundo, ni más cooperación, sino todo lo contrario, hay más fronteras, más separación, más guerras. Esta no es la base para la institución del comunismo, éste es el decrépito edificio que hay que demoler para construir una sociedad nueva, en donde la comunicación humana y la cooperación sean de verdad posibles, y los avances técnicos sean herramientas de unión y no de dominación.

Puede extrañar que se califiquen de irracionales las decisiones estratégicas centrales de las clases dominantes. Desde luego, con ello no quiero decir que los dueños del planeta sean necios o dementes. Cada una de las determinaciones tomadas por ellos se basa en complejos y concienzudos cálculos realizados por amplios y multidisciplinares equipos de expertos que desarrollan una planificación a largo plazo en la que cada ventaja e inconveniente es tenido en cuenta. La acción de los capitalistas se adecúa, con una envidiable coherencia de clase, a la protección de sus intereses, y no es de esperar que les preocupe en absoluto el sufrimiento humano que provoquen. Su irracionalidad no radica, por tanto, en su carencia de generosidad. La irracionalidad de la acción de las clases dominantes estriba en el hecho de que, en la fase imperialista, los capitalistas solamente pueden sostener sus beneficios exacerbando de manera brutal los desequilibrios del conjunto del sistema económico-social en el que justamente se sostiene su poder. Los capitalistas rara vez cometen torpezas; enfilan por la senda más lógica para el engorde de sus ganancias, pero esa es la misma senda que resquebraja los pilares de su orden social. En este sentido, es irracional4. Y nos lleva además a uno de los rasgos más característicos de la etapa imperialista del capitalismo. Me refiero a que en el imperialismo el capitalismo ha dejado de ser progresivo en todos los sentidos; únicamente puede subsistir como un sistema de subdesarrollo, según la expresión de Franz Hinkelammert. Por ello, hablaba Lenin del capitalismo pudriéndose, del capitalismo en descomposición. Se equivoca, en mi opinión, Samir Amin al afirmar que el capitalismo siempre ha sido imperialista. El imperialismo, al menos el imperialismo capitalista, no queda definido exclusivamente por su carácter expansivo, sino, sobre todo, por su incapacidad absoluta para el progreso. No fue así en los albores del capitalismo, cuando la burguesía constituía una clase revolucionaria que derribó el decadente entramado feudal. Empezó a hacerse imperialista hacia la mitad del siglo XIX, en el siglo XX condujo a la humanidad a dos feroces guerras mundiales y el motor del desarrollo eco

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