Austeridad: el ascenso y caída de una receta económica

The New York Review Of Books - Paul Krugman
En tiempos normales, un error aritmético en un paper económico no tendría la menor relevancia para el mundo. Pero en abril, el descubrimiento de un error de ese tipo no sólo dio que hablar a la profesión económica sino que fue noticia en los diarios. Podríamos llegar incluso a pensar que cambió el curso de la política.

¿Por qué? Porque el paper, “Crecimiento en tiempos de deuda”, de los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff, había adquirido el status de piedra angular en el debate sobre política económica. Desde que empezó a circular, los partidarios de la austeridad fiscal (del recorte abrupto del gasto público) citaron sus presuntos descubrimientos para defender sus posturas y atacar las de los contrarios.

Una y otra vez, cualquier sugerencia de que, como sostuvo alguna vez Keynes, “las expansiones, no las recesiones, son el momento para la austeridad” era contestada con declaraciones de que Reinhart y Rogoff habían mostrado que esperar puede ser desastroso, que las economías se caen cuando la deuda pública supera el 90% del PBI.

De hecho, Reinhart-Rogoff quizás hayan tenido más influencia en el debate público que ningún otro paper en la historia de la economía. El argumento del 90% era repetido por un arco de figuras, desde Paul Ryan, presidente del comité de presupuesto de la Cámara Baja, hasta Olli Rehn, el máximo funcionario económico de la Comisión Europea. Con lo cual la revelación de que ese supuesto umbral del 90% era obra de errores de programación, omisiones de datos y técnicas estadísticas peculiares hizo quedar como tontos a una notable cantidad de personas prominentes.

El verdadero misterio, sin embargo, es por qué Reinhart-Rogoff fueron tomados en serio alguna vez; más aún: canonizados. De entrada hubo inquietudes sobre la metodología, que hubieran debido bastar para la cautela. Además, ya existía el antecedente de que un paper tomado como evidencia clave en pro de la austeridad se desmoronaba ante un mayor examen. Aunque con menos espectacularidad, ya había ocurrido con un trabajo de Alberto Alesina y Silvia Ardagna que intentaba mostrar que bajar drásticamente el gasto público tendría escaso impacto adverso en el crecimiento y que hasta podría ser expansivo.

Entonces ¿por qué no hubo más cautela? La respuesta reside en la política y en la psicología: la defensa de la austeridad fue y es un tema en el que mucha gente poderosa quiere creer.

A todos les gustan las historias con una enseñanza moral. Todos queremos que los acontecimientos tengan sentido.

Cuando eso se aplica a la macroeconomía, este impulso de encontrar significado moral nos predispone a creer las historias que atribuyen los males de una recesión a los excesos del auge anterior. Y quizá también hace que sea natural considerar que ese sufrimiento es necesario, que es parte del proceso de purificación. Cuando Andrew Mellon le dijo a Hoover que dejara que la Depresión siguiera su curso para “eliminar la podredumbre” del sistema, le daba un consejo que, por malo que fuera como medida económica, por razones psicológicas hallaba (y aún halla) eco en muchos.

La economía keynesiana, en cambio, se basa fundamentalmente en la idea de que la macroeconomía no es una moralina, que las depresiones son básicamente un desperfecto técnico.

La obra maestra de Keynes, Teoría general del empleo, el interés y el dinero , es notable por no decir casi nada sobre lo que ocurre en los momentos de auge. A los teóricos de ciclo económico anteriores a Keynes les encantaba detenerse en los escabrosos excesos que se producen en los buenos tiempos pero tenían poco que decir sobre el motivo por el cual éstos son seguidos por caídas o sobre qué debe hacerse cuando esto ocurre. Keynes invirtió las prioridades. Se centra casi exclusivamente en las economías deprimidas y qué puede hacerse para que estén menos deprimidas.

Yo diría que el enfoque de Keynes era absolutamente acertado, pero no hay duda de que es un enfoque que a muchos les resulta profundamente decepcionante.

El libro The Great Deformation de David Stockman (PublicAffairs) debe verse bajo esta luz. Es un sermón contra los excesos de diverso tipo, que, según Stockman, culminaron en la crisis actual. Para Stockman, la historia es una serie de “frenesíes”: “un frenesí de endeudamiento”, “frenesí de represión de las tasas de interés”, “frenesí de ingeniería financiera destructiva” y “frenesí de emisión”. El libro en sí no es importante. Pero la atención que concitó revela lo fuerte que sigue siendo el impulso de ver la economía como una moralina, tres generaciones después que Keynes trató de mostrarnos que no lo es.

Y algunos poderosos funcionarios no son de ninguna manera inmunes a ese impulso. En The Alchemists (Penguin), Neil Irwin analiza qué llevó a Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, a proponer duras políticas de austeridad.

“Trichet adhirió a una opinión, especialmente difundida en Alemania, que tenía sus raíces en una especie de moralismo. Grecia había gastado demasiado y había asumido demasiada deuda. Debía reducir el gasto y el déficit. Si mostraba suficiente coraje y decisión política, los mercados la recompensarían con costos de endeudamiento más bajos”.

Dado este tipo de predisposición, ¿es de extrañar que la economía keynesiana haya sido arrojada por la ventana, mientras que Alesina-Ardagna y Reinhart-Rogoff eran canonizados instantáneamente?

Una de las cosas buenas del libro de Mark Blyth Austerity: The History of a Dangerous Idea (Oxford University Press) es cómo rastrea el ascenso y la caída de la idea de “austeridad expansiva”, la proposición de que bajar el gasto iba a llevar a aumentar el PBI. Como lo muestra, es una idea muy asociada con un grupo de economistas italianos (los “Bocconi boys”), autores de una serie de papers que culminaron con el análisis de Alesina y Ardagna del 2009.

En esencia, Alesina y Ardagna lanzaron un ataque frontal a la proposición keynesiana de que cortar el gasto en una economía débil produce más debilidad. Según ellos, a las grandes reducciones del gasto en países avanzados les siguieron expansiones, no contracciones. La razón, sugerían, es que eso creaba confianza en el sector privado.

Esa idea prendió como fuego. Alesina y Ardagna realizaron una presentación especial en abril de 2010 ante un panel del Consejo Europeo de Ministros; el análisis rápidamente encontró un lugar en los pronunciamientos oficiales de la Comisión Europea y el BCE.

¿El impulso hacia la austeridad es entonces una cuestión psicológica? No, también hay una buena dosis de intereses. Como han hecho notar muchos, el desechar el estímulo fiscal y monetario puede interpretarse como algo que les da prioridad a los acreedores por sobre los trabajadores. La inflación y las bajas tasas de interés son malas para los acreedores, aun cuando promuevan el empleo. No creo que alguien como Trichet conciente y cínicamente se pusiera al servicio de los intereses de clase a expensas del bienestar general; pero sin duda no vino mal que su sentido de la moral económica encajara tan perfectamente con las prioridades de los acreedores.

La crisis financiera de 2008 fue una sorpresa; pero ahora llevamos años empantanados en un régimen de crecimiento lento y desempleo desesperantemente alto. Y durante ese tiempo, los funcionarios han pasado por alto las lecciones de la teoría y de la historia.

Lo que ha sucedido es terrible, sobre todo por el inmenso sufrimiento que provocaron estos errores de política. También es profundamente preocupante para aquellos a quienes nos gusta creer que el conocimiento puede marcar un cambio positivo en el mundo. Los trabajos y los economistas que le dijeron a la elite lo que quería oír fueron elogiados, pese a la abundancia de pruebas de que estaban equivocados; a los detractores se los ignoró, sin importar cuántas veces habían tenido razón.

Suplemento iEco de Clarín - 9 de junio de 2013

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