Anticorrupción bajo el signo de la antipolítica

María Soledad Gattoni, Sebastián Pereyra


En un principio asociada al movimiento de derechos humanos, la agenda anticorrupción fue virando, a través de denuncias periodísticas escandalosas, a un enjuiciamiento de los políticos y de la intervención estatal, favorable a los objetivos neoliberales.

Desde fines de los años 80, Argentina fue uno de los países más activos en el desarrollo de demandas, formulación de políticas públicas y trabajo experto en materia de anticorrupción. Durante la década de 1990 y hasta el fin del gobierno de la Alianza en 2001, las redes locales fueron fuente de aportes sustantivos a la incipiente comunidad epistémica en desarrollo a nivel internacional. Las ideas sobre el problema de la corrupción lograron una gran proyección a nivel regional e internacional. Esa dinámica fue interrumpida por la crisis de 2001 y el reordenamiento político ideológico que ésta produjo. Desde entonces, esa agenda fue abandonada y absorbida por la centralidad y ubicuidad alcanzada por los escándalos de corrupción.

La agenda anticorrupción tuvo, en sus orígenes, una fuerte filiación con los debates sobre los derechos humanos, la consolidación democrática y la reforma de la Justicia. Sin embargo, a lo largo de los años fue perdiendo esa impronta. En su lugar, fueron ganando espacio los reclamos sobre la moralidad de políticos y funcionarios, la independencia del Poder Judicial y una crítica a la actividad política y las formas de intervención estatal –también presentes en los orígenes de estas demandas–. Mientras que el problema de la corrupción se fue consolidando como uno de los ejes centrales del debate político en el país, la agenda anticorrupción fue cediendo terreno a la lógica de los escándalos. El trabajo experto fue abandonado, perdiendo su especificidad local, y reemplazado por la denuncia periodística y el redireccionamiento en términos morales de la disputa político-partidaria.

La agenda anticorrupción se consolidó en Argentina durante la década de 1990 y estuvo ligada al desarrollo y ampliación del mundo de las organizaciones de la sociedad civil (OSC). Esa génesis estuvo vinculada a una evaluación y transformación de la agenda de derechos humanos, crucial durante el período de la transición a la democracia y el gobierno de Raúl Alfonsín. Anticorrupción y derechos humanos tuvieron, en esos años, varios puntos de continuidad y de tensión. El trabajo de denuncia de la corrupción se apoyó fuertemente en el éxito y los logros del movimiento de derechos humanos en Argentina. Aunque sus pioneros no provenían de los organismos, sí eran cercanos a la temática y habían sido personajes relevantes en el desarrollo –tanto desde el Poder Judicial como desde el Ejecutivo– de la agenda de derechos humanos. La anticorrupción era considerada como una continuidad de los avances logrados en términos de derechos humanos para un escenario de consolidación democrática. Así, las reformas anticorrupción eran concebidas como un programa de reformas democráticas de segunda generación.

Los diagnósticos sobre la corrupción en ese entonces tuvieron varios puntos de contacto con el legado del movimiento de derechos humanos. En primer lugar, compartían un marco general de desconfianza sobre el Estado y pensaban a la democratización como un modo de contrarrestar los abusos de poder. En segundo lugar, ambas agendas proponían poner el foco en el problema de la Justicia; el marco de la impunidad fue utilizado recurrentemente como modo de señalar los alcances y la gravedad del problema.

Por otro lado, algunos puntos alejaban y tensionaban el trabajo en temas de derechos humanos y de anticorrupción. Si se comparan los escenarios de inicios y fines de la década de 1990, los estilos de intervención se fueron diferenciando progresivamente. El estilo de militancia y activismo, más propio del movimiento de derechos humanos, fue perdiendo fuerza en el mundo de la anticorrupción donde se consolidó un estilo de trabajo más profesionalizado. Esa brecha se angostó durante los convulsionados años de crisis luego del derrumbe del gobierno de Fernando de la Rúa y se amplió considerablemente a lo largo de los años de gobierno del kirchnerismo. Los posicionamientos en relación con los gobiernos kirchneristas establecieron una profunda diferenciación entre los actores. El kirchnerismo tomó posición en relación a ambas agendas. Priorizó y privilegió la agenda de derechos humanos y olvidó paulatinamente la agenda anticorrupción.

Cruzada contra los políticos

Finalmente, en los últimos años se ha renovado el interés por el tema de la corrupción en el país principalmente a partir de la aparición de una nueva ola de denuncias y escándalos vinculados a los gobiernos kirchneristas. Este interés asigna un rol destacado al Poder Judicial, focalizando en la Justicia como respuesta óptima y eficaz para combatir la corrupción. Se trata de una agenda moralizadora de la actividad política, afirmada sobre una tradición que entiende a la anticorrupción como una cruzada moral frente a los políticos. Tiene sus raíces también en los tempranos años ‘90 cuando el flamante gobierno de Carlos Menem impulsaba denuncias anticorrupción como prolegómeno a los procesos de reestructuración de agencias del Estado y privatización de empresas públicas.

En este contexto, se vuelve imprescindible repensar una agenda anticorrupción volviendo sobre algunos aspectos de su génesis. Una agenda más ambiciosa y sustantiva y, sobre todo, autonomizarla lo más posible de la lógica de los escándalos. Los escándalos de corrupción trajeron aparejados malestares respecto de la representación política. Sin embargo, apostar por la moralización de la clase política como única alternativa para resolver dichos malestares no produce sino un efecto paradojal. Para repensar una agenda anticorrupción es necesario volver a vincular las diferentes aristas de dicha agenda que hoy se presentan desconectadas: la reforma judicial, la reforma política y la reforma de la administración pública.

Hay una diferencia importante entre afirmar que la Justicia Penal no puede resolver el problema de la corrupción y reconocer que el Poder Judicial no puede lidiar con ninguna causa de corrupción. Este segundo escenario, el actual, es potencialmente muy destructivo. Sobre esta cuestión hay al menos tres líneas de trabajo que merecerían ser exploradas: la composición y la carrera en el fuero penal federal; el rol y las funciones del Consejo de la Magistratura como mecanismo de enlace del Poder Judicial con los otros poderes del Estado, y, tercero, el procedimiento penal y su vínculo con el éxito de las estrategias de dilación de las causas.

La expresión reforma política, por su lado, se popularizó durante la crisis de 2001-2002 en virtud de la crítica generalizada al desempeño de los políticos profesionales. Sintetizando mucho las discusiones, existen al menos tres núcleos de problemas sobre los que convendría avanzar para recuperar aquella agenda de 2001. Un primer eje se vincula con los agrupamientos políticos. Hace décadas se discute la crisis de los partidos políticos y hasta ahora han prevalecido los intentos fallidos de volver a fortalecerlos. Sin embargo, las figuras políticas siguen ganando preeminencia frente a los agrupamientos partidarios y poco sabemos sobre el estado de la carrera política profesional. El segundo eje refiere a los sistemas electorales y de representación. Poco se ha modificado en términos de métodos de votación y criterios de representación en los sistemas electorales. Finalmente, un tercer punto alude al financiamiento de la actividad política. El problema aquí es, sin duda, la discusión en términos abstractos de lo que sería deseable que ocurriera sin saber qué tipos de equilibrios existen y permiten efectivamente el financiamiento de la actividad política en la actualidad.

Finalmente, en  Argentina y en América Latina, las reformas de la administración pública han estado asociadas a procesos de privatización y reducción del aparato estatal. Durante los años 90 las mismas estuvieron atadas a un programa de reformas de mercado. La anticorrupción se vinculó desde entonces a una serie de presupuestos (eficiencia y eficacia del aparato estatal, reducción del gasto y del empleo público, desregulación de la economía) más propios de los programas de reformas de mercado que a las inquietudes ligadas al problema de la corrupción. Ninguno de esos presupuestos produce de modo directo, ni necesariamente, un acotamiento o control de los intercambios corruptos. Alcanza con recordar, por ejemplo, que el proceso de privatización de empresas públicas durante los años 90 fue prolífico en el desarrollo de negocios ilegales e ilegítimos. Algo similar podría decirse sobre el gasto o el tamaño del Estado; la corrupción no se vincula con el volumen del gasto ni del aparato del Estado, sino con su performance y el tipo de articulación virtuosa o no con el sector privado y con la ciudadanía en general.

Con esa marca de origen, las políticas de transparencia corren el riesgo de transformarse en el mascarón de proa de otros objetivos de reforma y de política y, por lo tanto, de limitarse a un conjunto de procedimientos y mecanismos de orden formal que no producen transformaciones ni persiguen objetivos sustantivos. En ese sentido, es necesario clarificar qué tipo de transformaciones son deseables en términos de reforma de la administración. Y es necesario pensarlas al menos en dos sentidos. Por un lado, un conjunto de elementos que son de orden interno a la administración. Medidas que garanticen la igualdad e idoneidad en el acceso y en el ejercicio de los cargos públicos (considerando e incluyendo una revisión de la distinción entre cargos políticos y técnicos). El reclutamiento y la carrera en el Estado (nacional, provincial y municipal) requieren un ordenamiento claro y preciso. Por ello resulta indispensable una clarificación de los criterios de ética pública que se han ido multiplicando y superponiendo sin ninguna razonabilidad en las últimas décadas. Por otro lado, elementos vinculados a las interacciones de la administración. Resulta fundamental distinguir niveles y escalas de la interacción, ya que las agencias del Estado interactúan con actores que poseen capacidades e intereses muy desiguales. Por ejemplo, respecto del sector privado y de los actores económicos en general esas interacciones deberían guiarse por criterios de diferenciación y articulación. La eficacia y la eficiencia son fundamentales en áreas históricamente sensibles como la obra pública o las compras públicas en general. Pero también es destacable la clarificación y el resguardo del conflicto de intereses que pueden ser tanto o más perjudiciales que el cohecho y los sobreprecios. Para la ciudadanía en general resultan más importantes los criterios de apertura y control que los de la eficiencia y eficacia. La información y la publicidad de los actos de gobierno son relevantes en la medida en que éstos se asocian a mecanismos de participación y de involucramiento de los profanos en distintas áreas y cuestiones de gobierno. 

 

El Diplo - agosto de 2019

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